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La vida de los habitantes del arroyo Anguilas gira en torno al agua. Conocen sus cambios mejor que nadie y la usan para moverse, trabajar y realizar todas sus tareas cotidianas. Sin embargo, no la pueden consumir porque está contaminada. Ante este problema, integrantes de la Cooperativa Isla Esperanza junto con investigadores de la Escuela de Hábitat y Sostenibilidad de la UNSAM desarrollaron un sistema de potabilización que combina dos tipos de tratamientos: electrocoagulación y ozono-UV. Visitamos la isla para conocer cómo funciona el dispositivo, además del trabajo de la cooperativa y su historia de lucha.
Diente está parado frente al arroyo Anguilas, en el delta del río Paraná, mientras ve pasar un yate. Tiene 58 años y nació en la boca del arroyo, que hoy está tan modificado que parece un río. Vivió siempre en la isla, pese a que nunca llegaron las lanchas colectivo, la luz ni el agua potable. Ser islero es su vida, dice Diente. Pero entonces ve pasar el yate.
—Los pobres ya no podemos estar donde están los ricos. No podemos navegar las aguas de los ricos.
En 2008, el emprendimiento inmobiliario Colony Park intentó hacer un barrio privado en la primera sección de las islas. Los isleños realizaron sucesivas denuncias, crearon la cooperativa junquera Isla Esperanza para aunar fuerzas y, en 2010, lograron frenar la construcción. Pero las topadoras ya habían modificado el terreno y destruido las casas de veinte familias que vivían en los arroyos Anguilas y La Paloma. Hoy los vecinos todavía lidian con las consecuencias ambientales y siguen en lucha para ser reconocidos como dueños de esas tierras, mientras ven cómo cada vez es más difícil navegar el río y recolectar juncos porque la proliferación de yates les pasa por encima.
“El modo de vida isleño implica una fuerte relación con el agua y lo que se está viendo es un proceso de expulsión del isleño del río. No pueden cortar juncos, no pueden pescar, no pueden transitar porque se les atraviesa un megayate a cada rato”, cuenta Diego, miembro de la cooperativa. “Y encima está el problema de la contaminación”.
Para atender este problema, los integrantes de Isla Esperanza, junto con investigadores de la Escuela de Hábitat y Sostenibilidad (EHyS) de la UNSAM, desarrollaron un sistema de potabilización del agua que fue instalado en el galpón de la cooperativa. El sistema consiste en la combinación de dos tipos de tratamientos: electrocoagulación, para separar los sedimentos del agua proveniente del río; y ozono-UV, para eliminar la carga bacteriológica.
“El problema del agua viene desde hace veinte años, cuando empezó a contaminarse muy fuerte y ya no se pudo tomar más, ni si quiera hirviéndola. Desde ahí que necesitamos ir hasta la ciudad para poder traer agua potable a la isla con bidones”, cuenta Miguel, isleño que aporta el galpón donde se guarda la producción de la cooperativa y donde está instalado el sistema.
El investigador de la UNSAM a cargo del proyecto es Ignacio Borón, doctor en Ciencias Químicas e integrante de CoSensores, un grupo de investigación interdisciplinario distribuido en varias universidades que trabaja junto a comunidades organizadas en torno a problemáticas socioambientales. Borón se acercó a la isla en 2016, tras conocer que se habían hallado altas cantidades de glifosato en los ríos Tigre y Luján. Allí vio que diversas organizaciones comunitarias ya venían trabajando en distintas técnicas para descontaminar el agua.
“Empezamos a ver qué técnicas ya estaban apropiadas en el territorio y cómo podíamos adecuarlas o combinarlas para lograr el mejor sistema. Hicimos una encuesta para ver qué contaminantes reconocían, qué tratamientos aplicaban y qué usos hacían del agua obtenida”, cuenta Borón. “El desafío fue pensar un sistema que pudiera usarse en un sitio donde no hay electricidad y que pudiera ser alimentado con los 12 voltios que se obtienen de una batería cargada con paneles solares”, agrega.
Otro aspecto central del proyecto es que está basado en el desarrollo de herramientas libres, lo que permite que puedan ser mejoradas y adaptadas a las necesidades de usuarios de otros territorios, ya que son numerosas las islas a las que no llega la red de agua potable.
“Yo soy nacido y criado acá en la isla. Armamos la cooperativa Isla Esperanza y nos pusimos a recuperar la tierra que nos sacó una empresa. Una vez que logramos eso, empezamos a producir juncos, pescado, verdura”, recuerda Miguel, parado en el muelle que está frente a su casa, sobre el arroyo Anguilas. Habla bajito, pero con la convicción de quien sabe lo que dice, con un conocimiento que no se adquiere en ningún ámbito académico porque lo da otra cosa: la experiencia.
Cuando hace unos años hubo proliferación de cianobacterias, los isleños supieron de inmediato que eso no era un proceso natural. “Nosotros nos dimos cuenta de que era contaminante porque el agua se puso verde. Lo sacabas a la tierra, lo dejabas ahí y se volvía azul. Si fuera verde natural, cambiaría a marrón o a un color degradable como cualquier pasto, pero no azul”, explica Miguel.
La cooperativa junquera Isla Esperanza se formó en 2008. Antes, el vínculo entre isleños se reducía a saludarse cuando pasaban frente a la casa de un vecino. Pero desembarcó el Colony Park para construir un barrio privado, una palabra que no existe en el vocabulario de la isla, y esa lucha los unió.
“La empresa hizo mucho estrago ambiental. Ese arroyo era finito y lo ensancharon, y todo lo que ven acá son árboles reforestados. No había quedado nada en pie”, dice Antonella, integrante de la cooperativa, sentada junto a otrxs compañerxs en la mesa comunitaria que está frente al galpón de la cooperativa. Ese galpón donde guardan la producción de cestería no es el original. “El primero estaba en otro lugar, pero en 2016 lo quemaron”, agrega Antonella, en referencia a los ataques por parte de la empresa que siguieron recibiendo con el correr de los años.
Hoy, la cooperativa tiene unos veinte integrantes, de los cuales diez viven en el territorio. Se juntan todos los jueves para realizar trabajo comunitario y tienen asamblea una vez por mes. Su actividad principal es la recolección y venta de juncos. Para realizar este trabajo, van en bote hasta los juncales, los cortan, toman una buena cantidad para armar mazos y los descolan (cortan la parte que no sirve). Luego los cargan en la embarcación y los llevan hasta un lugar abierto llamado “cancha”, donde los dejan secar.
“Con la cestería tratamos de darle valor agregado al junco, porque eso se paga bastante mal, y también para que haya un espacio donde las compañeras se puedan juntar”, comenta Jazmín, otra integrante. Con la crisis económica del país, la venta bajó bastante, además de que muchxs cooperativistas cobraban el plan Potenciar Trabajo, que este Gobierno suspendió. “Hay mucho trabajo que seguimos haciendo porque no queremos que se caiga la cooperativa, pero es muy difícil sostener algo que no está siendo retribuido”, dice Antonella.
El agua que potabiliza AySA, la empresa que provee servicios en la Ciudad de Buenos Aires y 26 partidos del conurbano, pasa por el río Reconquista, sigue por el Luján y termina en el Río de la Plata. Hace unos años, mientras charlaban en asamblea, los isleños se dijeron “Che, estamos yendo a la ciudad a buscar agua que pasa por nuestros muelles y suma contaminantes en el camino. ¿Por qué vamos hasta allá si pasa por nuestras casas?”. Así fue como decidieron indagar distintos métodos de potabilización.
En ese momento, ya habían realizado trabajos en conjunto con distintas universidades, como la UNSAM, la UBA y la Universidad Nacional de Luján, y desarrollaron, entre otras cosas, técnicas para medir la contaminación del agua. “Ahí dijimos bueno, ¿qué hacemos con esta información? Porque ya sabemos que está contaminada”, cuenta Jazmín. “También pasó que, cuando nos incendiaron el galpón, fue un momento de mucha debilidad: parecía que la empresa iba a avanzar. Entonces decidimos involucrar a las universidades desde un lugar más de presencia en el territorio”, agrega Diego.
Por su parte, el equipo de Borón estudiaba la detección de contaminantes en agua, mientras que el grupo de Roberto Candal, doctor en Ciencias Químicas e investigador del CONICET en la EHyS, tenía experiencia en técnicas de tratamiento. Los dos grupos se presentaron al Programa Consejo de la Demanda de Actores Sociales (PROCODAS), del ex Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, y obtuvieron financiamiento para armar una planta de tratamiento con la cooperativa Isla Esperanza.
“Partiendo de las tecnologías que se usaban en la isla, construimos este sistema y aplicamos un protocolo con tiempos de tratamiento. La construcción de la planta, que iniciamos en 2021, también fue un laburo en equipo con la cooperativa”, destaca Borón y señala un sistema de dos tanques instalados afuera de la casa de Miguel. Las técnicas elegidas fueron dos: electrocoagulación y ozono-UV. Los investigadores aprovecharon que los isleños ya tenían algunos ozonizadores construidos caseramente.
El proceso de potabilización ideado en la isla comienza con la captación de agua desde el río, que pasa a un primer tanque con capacidad de mil litros. Allí se realiza el proceso de electrocoagulación. Gabriela, integrante de la cooperativa, explica su funcionamiento: “El tanque se llena hasta donde está la marca y se la deja decantar una noche. Al día siguiente, si hay buen sol, porque nos manejamos con energía solar, hacemos andar unas placas de aluminio que están colocadas dentro del tanque. Esto libera una pequeña descarga que hace que el aluminio de las placas vaya al agua, lo que inicia un proceso de decantación de las partículas de barro y de materia orgánica”.
La electrocoagulación dura unas cinco horas y, después de eso, se deja decantar durante varias horas más. Finalizado el proceso, la mayor parte del agua clarificada se bombea al segundo tanque, situado un poco más arriba. Esa agua ya sirve para bañarse, lavar la ropa y los platos. A su vez, cincuenta litros pasan a una segunda fase del sistema, donde se realiza el proceso de potabilización.
Esta parte se hace dentro del galpón, donde hay un tanque conectado a un sistema de ozonización y una lámpara UV. La combinación de ambos elimina la carga bacteriológica. “El ozono es un gas que se produce a partir del oxígeno que hay en el aire. Le pusimos un temporizador que fija el tiempo de funcionamiento necesario para cincuenta litros: en una hora tenés agua lista para consumo”, explica Borón.
El proceso de prueba y error no estuvo exento de complicaciones. Poco después de que el sistema entró en funcionamiento, se rompió el endicamiento que había hecho el Colony Park, inundando el terreno donde estaban los tanques. “El agua entró y no salió más, así que tuvimos que armar un sistema de plataformas para llegar hasta la torre y poder volver a operar”, cuenta Borón. A pesar de los detrimentos, los resultados obtenidos en las mediciones fueron buenos y pudieron comprobar que el agua de salida cumplía con los parámetros necesarios para consumo.
“Acá cambia el agua, ahora tenemos agua que es netamente del Tigre, pero en febrero se vuelve a poner más marrón. Esa es agua que llega del Pilcomayo, recorriendo muchas ciudades, arrastrando la contaminación. En invierno el agua de los deshielos no llega, se va por el Uruguay. Pero en verano sí llega y es increíble como cambia el color. La gente dice ‘es porque hay mucha lancha’… Yo tengo casi 60 años y, desde que tengo memoria, el agua cambia”, asegura Diente.
La sabiduría isleña es un conocimiento clave cuando se vive en un territorio sin servicios básicos como luz, agua potable y transporte público. Entender, por ejemplo, de dónde viene el viento a la noche permite saber si al otro día el río estará bajo o crecido, si será mejor salir a cortar juncos o a pescar. La observación también es clave a la hora de interpretar nuevos eventos, como pasó hace unos meses cuando hubo una gran mortandad de peces en el arroyo.
“Eso fue porque se les congeló la grasa y se les hizo un hongo en el lomo”, aventura Lucho, un isleño que pasó frente a la cooperativa con su lancha y bajó a saludar. “Es que los peces no están preparados para tanto frío. Cuando éramos chicos y había mucha hambre llegamos a comer sábalo congelado, pero no había tanta contaminación como ahora. El otro día Gerónimo contaba que hasta el arroyo se les congeló”, acota Diente. “Me hace acordar al cuento del abuelo, que en 1950 decía ‘nosotros cruzábamos el arroyo por arriba de la escarcha’. ¡No sabés si hacía frío!”, se ríe Miguel.
Desde CoSensores consideran que los conocimientos populares son tan relevantes como los académicos y, por eso, buscan encarar proyectos en los que se combinen ambos. “Apostamos a la coproducción de conocimiento porque sabemos que este tipo de prácticas modifica tanto a los profesionales como a las personas del territorio. Porque si vas, te llevás la muestra y volvés con un número, es difícil transmitir lo que pasó en el medio y la comunidad no termina de sentirse parte”, dice Borón.
En esa línea, Gabriela cuenta que la experiencia con el sistema de potabilización viene siendo bastante buena. “Con los compas de la UNSAM nos hemos ocupado de que todo esté lo más automatizado posible, pero todavía estamos en el proceso de amigarnos con algunas cuestiones técnicas”, apunta. Ahora el equipo está evaluando cómo generar un sistema de monitoreo constante del agua. “Nos gustaría poder seguir midiendo el agua desde las islas. Esto importante porque el río nunca es el mismo”.
En los últimos meses, los investigadores estuvieron trabajando en la posibilidad de replicar el sistema de potabilización junto a otras cooperativas del territorio. Para ello, realizaron un taller de construcción y funcionamiento de ozonizadores a partir de herramientas libres, del que participaron vecinos de Isla Esperanza, Dulceras del Río, Plaza La Paloma e Itekoa Aldea del Agua.
También trabajaron en la elaboración de manuales de uso y construcción para que se pueda replicar el sistema en otros lados. Los aportes de las organizaciones fueron muy importantes para lograr un producto que tenga un lenguaje y formato de uso sencillo sin necesidad de tener conocimientos técnicos. Además, los investigadores continuarán evaluando y mejorando el sistema instalado en la cooperativa Isla Esperanza.
En paralelo, lxs isleñxs seguirán luchando por obtener la titularidad de sus tierras. “Vamos buscando distintas maneras de defender la posesión que acá tienen los habitantes históricos, que están desde hace muchos años antes de que llegara la empresa”, señala Antonella. “Si bien se logró el fallo a favor por el impacto ambiental de las obras, todavía no está el reconocimiento de la tierra para quienes habitan la isla. Esa sigue siendo la lucha”.
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