La comunidad académica ha avanzado en la investigación de las movilizaciones populares en la historia reciente y tiene mucho por hacer para formular teorías democráticas que puedan reverdecer en diversos campos de las Ciencias Humanas y Sociales, y reconfigurar la ciudadanía en nuestra comunidad política democrática.
Marina Farinetti*
Los estallidos sociales son formas de manifestación que producen la escenificación de un conflicto generalizado en el espacio público. Suelen ser movimientos inorgánicos y violentos con múltiples actores y focos de intervención. Aunque carecen de consignas unificadas y de portavoces autorizados, supone un intento colectivo de participación política en pos de la interrupción de una situación de crisis y la búsqueda de cambios. Al final de la primera década la primera década del retorno a la democracia, en el contexto de las políticas de ajuste fiscal impuestas a las provincias por el gobierno nacional del presidente Carlos Menem (1989-1999), los estallidos hicieron su aparición en el repertorio de acción colectiva de la nueva democracia argentina. El primer caso de notable beligerancia tuvo lugar el santiagueñazo en diciembre de 1993 y puede verse como un antecedente de las posteriores protestas contra la clase política hasta llegar al argentinazo en 2001. Fue parte de un ciclo de protestas provinciales contra el ajuste que se extiende hasta el correntinazo en 1999.
Los saqueos que tuvieron lugar en este ciclo se distinguen de los saqueos masivos de 1989 en el contexto de la hiperinflación por el blanco de la violencia y los bienes apropiados. En estos últimos casos, los blancos fueron comercios de alimentos y supermercados. En cambio, en los estallidos provinciales se atacaron las sedes de los poderes gubernamentales y las casas de referentes políticos.
Se han investigado los saqueos en La larga historia de los saqueos en la Argentina (2017), editado por los historiadores Gabriel di Meglio y Sergio Serulnikov. El libro focaliza en casos que ocurren en los 40 años de democracia: los saqueos de 1989, el santiagueñazo (mi contribución), el 2001 y las huelgas de policías en 2013. Los estudios subnacionales han avanzado en el estudio de estallidos en el marco de regímenes políticos provinciales.
En el ciclo de estallidos de la década del 90 se incubó el movimiento piquetero, con sus dos caras: una pluralidad de focos de protesta y la construcción de un movimiento nacional de desocupados. La emergencia de este nuevo actor social asombró por su capacidad para construir un poder disruptivo a partir de la impotencia y el desamparo de las personas en esta situación y ha sido abundantemente investigado.
El ejemplo paradigmático de estallido social en nuestra democracia sucedió a escala nacional el 19 y 20 de diciembre de 2001 ante el agravamiento de la crisis económica. Desemboca en la renuncia del presidente Fernando De la Rúa y derriba el encorsetamiento de una Ley de convertibilidad que se había vuelto inviable para las mayorías populares. Junto con 1989, constituye un hito de carácter fundacional en los 40 años de democracia. Los procesos económicos están sin dudas en el ojo de la tormenta.
Pero hay otros cambios más difíciles de determinar: los vinculados con las críticas a la representación. Se trata de cambios simbólicos, entre los cuales se destaca una invención lingüística: Que se vayan todos, que no quede ni uno solo. Esta consigna se encarnó en el movimiento de asambleas barriales que floreció en los meses posteriores al estallido, así como en una ola organizativa comunitaria que incluyó el trueque, la cooperativa de trabajo, el comedor, la fábrica recuperada, la asamblea en diversos ámbitos. A mi juicio, fue una experimentación de democracia sin representación. Tuvo fuerza expansiva más allá de las fronteras argentinas. La consigna fue reutilizada en el movimiento Indignadxs, surgido en España en 2011. Para este entonces, los movimientos sociales habían entrado en la era de internet. Cabe mencionar también las protestas árabes en 2010-2012.
Los estallidos son una crítica democrática performática. La acción popular tiene los mismos difíciles retos que la teoría política en la lucha por democracias con participación y justicia social. La historia conceptual ha emprendido una crítica del concepto de representación con el que pensamos académica y políticamente.
Además de las demandas materiales a satisfacer, hay una performace democrática: puesta en escena de una fuerza colectiva horizontal y organizada en una praxis corporal combativa. Es el esfuerzo que queda e insiste en las resonancias entre los casos de estallidos sociales que surcan las democracias latinoamericanas, por ejemplo, el estallidos social chileno que tanta acción y reflexión ha generado desde 2019, encauzado en un proceso constitucional que fuera tan esperanzador como ahora desilusionante.
2001 ha sido varias veces reinterpretado y aludido por los grupos políticos que se fueron presentando a sí mismos como una renovación de la clase política, como el kirchnerismo y el macrismo. El candidato presidencial en 2022 del nuevo partido La Libertad Avanza radicaliza la crítica a lo que denomina casta política. Al mismo tiempo que parece retomar en esto las demandas de 2001, genera a mi juicio el riesgo de una bifurcación en la conversación sobre las críticas democráticas a la democracia fundada en 1983 dentro de un acuerdo pluralista y antiautoritario.
En síntesis, la comunidad académica ha avanzado sin dudas en la investigación de las movilizaciones populares en la historia reciente y tiene mucho por hacer para formular teorías democráticas que puedan reverdecer en diversos campos de las Ciencias Humanas y Sociales y reconfigurar la ciudadanía en nuestra comunidad política democrática.
*Doctora en Ciencias Sociales. Vicedirectora del LICH, docente de la EH y la EPyG de la UNSAM.
40 años de Democracia y las Humanidades
Esta nota forma parte de una serie de reflexiones impulsadas desde la Escuela de Humanidades con motivo de los 40 años de democracia.
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