Dirección de Género y Diversidad Sexual, Notas de tapa, Secretaría General Académica
Este 8M se vio sacudido por un hecho aberrante que nos conmocionó a todxs: la violación grupal a una joven a plena luz del día. La Secretaría Académica y la Dirección de Género y Diversidad Sexual de la UNSAM reflexionan sobre la necesidad de diseñar e implementar políticas académicas con perspectiva de género que permitan profundizar el entendimiento de las violencias estructurales.
Una irrupción de mensajes en día feriado denotó las primeras emociones que el hecho aberrante estaba produciendo. Un hecho estremecedor que había sido perpetrado, entre otros, por integrantes de nuestra comunidad. La angustia y la indignación se duplicaban. Luego vino la necesidad de pensar y tomar decisiones en medio de esa mezcla de sentimientos. ¿Qué indica nuestra normativa? ¿Qué debemos decir? ¿Qué debemos hacer?
Pasados los primeros momentos, pudimos dar lugar a la reflexión. Los mensajes entre colegas continuaban, por supuesto, pero ahora en búsqueda de una reflexión con otrxs: “Te soy sincera, yo me siento interpelada”. Por ahí fuimos encontrando una salida, en esa posibilidad de tomar el guante, de corrernos del mecanismo de distanciamiento para animarnos a sentirnos responsables.
¿Pero responsables de qué? Claramente, no de cada acción de los integrantes de nuestra comunidad. Sin embargo, quienes llevamos adelante la tarea de formación en la UNSAM —docentes, autoridades, investigadores— podemos aspirar a que cualquiera que haya transitado por nuestras aulas, vinculado con nuestrxs docentes y participado de las diversas propuestas de enseñanza que ofrecemos sea una persona incapaz de cometer semejantes hechos. ¿O debemos quitar del horizonte de nuestra tarea educativa esa ambición? Si así fuera, tomaríamos la decisión de renunciar a la potencia transformadora de la acción educativa, aceptaríamos que nuestra tarea como formadorxs, cuanto menos, tendría poco sentido. De ser así, desconoceríamos que formar es un acto político y nos entregaríamos, dócilmente, a lo establecido.
Ante la sensación de inexorabilidad que la repetición de estos hechos nos ocasiona, debemos ir más allá de la indignación y entender que somos portadores de herramientas poderosas que nos permiten modificar las maneras de concebir al mundo y a les otres: el conocimiento y la formación. Enseñar y aprender cualquier conocimiento teórico – técnico debería en sí mismo favorecer la revisión, la interpelación de lo que se presenta como natural. La desigualdad, las asimetrías, la dominación no son externalidades que se nos imponen como un virus pandémico. Somos cada une de nosotres, consecuencias de un entramado social, quienes producimos injusticias y desigualdades, dominaciones y subalternidades.
Como formadorxs tenemos la responsabilidad de la reflexión permanente sobre para qué, a quién y cómo formamos, y, fundamentalmente, de asumir la potencia transformadora del conocimiento y la enseñanza.
El 25 de noviembre de 2021, en el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, casi como una profecía autocumplida, desde la Consejería Integral en Violencia de Género y Sexualidades de la UNSAM escribíamos:
“Las violencias física y sexual son entendidas como fatales por el nivel de ensañamiento e impacto en los cuerpos; suelen despertar la indignación popular y, de esta manera, se convierten en violencias “legítimas”, es decir, que logran el estatuto de verdad. La violencia, por lo tanto, es más fácil de significar como tal cuando la sociedad puede verla explícita y puede observar sus consecuencias específicas. Es importante preguntarse si la violencia es un extremo que le pertenece a algunes o es un modo de vincularse que permea a la sociedad toda y se traduce en hábitos naturalizados del cotidiano de todes.”[1]
Hoy, apenas tres meses después, se presenta ante nosotrxs con nombre propio, una vez más, este tipo de violencia extrema de la manera más explícita, a plena luz del día. La indignación, el enfurecimiento colectivo y la conmoción social, así como el hambre mediático desenfrenado y ávido de detalles morbosos, consumen todo tipo de reflexión, como si ya no fuera posible el pensamiento y solo hubiera lugar para el enojo más instintivo. Volviendo a nuestras palabras en el artículo citado:
“… si la violencia es en tanto que monstruosa, no permite la identificación de les sujetes a pie. Así, se pierde la capacidad del espejo, de vernos en el reflejo, nos absuelve de la pregunta sobre la responsabilidad de la sociedad y las instituciones que conformamos. Y, al mismo tiempo, sitúa la violencia en un otro específico que no soy yo. Por lo tanto, si se recrudece la responsabilidad singular, entonces se aísla al monstruo y se construye una fantasía ideal donde la violencia es de otres que no soy yo. Atraviesa su espectacularización, pero ¿nos vemos implicades?”
Las “violencias legítimas”, entonces, se construyen socialmente como distantes y monstruosas. No soy yo, no fueron mis compañeras, no son mis amigos. Salpica y no mancha, se exigen penas ejemplares buscando castigar a quienes están involucrados en los hechos desligando toda responsabilidad social.
Nos inscribimos en una universidad pública que se plantea como garante del derecho universal a la educación superior y que por lo tanto no puede eludir la acción de pensarse a sí misma: ver y rever su propio lugar de responsabilidad ante la problemática. En este marco, nos planteamos escribir este artículo no necesariamente desde un enfoque académico. Escribimos desde las entrañas porque esto nos interpela en lo más profundo de nuestras prácticas: ¿Qué estamos haciendo como universidad?
Es necesario comenzar por una de las cuestiones más evidentes: la universidad no es un juzgado ni un tribunal de justicia. Como toda institución, construye normativas internas a partir de los principios generales que buscan garantizar una convivencia basada en el respeto y el bienestar general de toda la comunidad universitaria. En este sentido, se establecen los procedimientos que buscan dar respuesta ante hechos que atentan contra tal propósito (un ejemplo de ello es la aprobación en 2015 del Protocolo para la Actuación en Situaciones de Discriminación y/o Violencia de Género de la Universidad Nacional de San Martín, RCS 230/15). Cuando estos procedimientos se pliegan a procesos de mayor jerarquía como la intervención de la justicia, indefectiblemente la herramienta normativa institucional exige aplicar medidas de protección a la comunidad académica, como es el caso de la suspensión. Este es el punto sobre el que recaen las responsabilidades individuales sobre el hecho.
Las sanciones son un límite, habitamos situaciones de violencia cotidianas que son naturalizadas y que solo cuando se llega al límite del horror son sancionadas. La realidad nos muestra que este proceder no es suficiente. Nos preguntamos entonces por las responsabilidades compartidas, dado que estamos inmersxs en tramas sociales que conviven con situaciones de violencia propias de nuestros espacios educativos.
No podemos dejar de preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades como integrantes de una universidad nacional cuya tarea no se reduce ni se circunscribe hacia adentro de sus paredes sino que dialoga de forma permanente y dinámica con la sociedad que habitamos. Debemos asumirnos como una institución formadora de profesionales, técnicxs y/o investigadorxs concibiendo que la transmisión de los conocimientos teórico-técnicos es solo un aspecto de la misión educativa, lo que implica sentirnos parte de la búsqueda de respuestas para la creación de una sociedad distinta. Como institución formadora entendemos que dejar la posibilidad de cambio únicamente al sistema penal es renunciar a la potencia de transformación inmanente al conocimiento y la educación.
Proponemos reconfigurar la bronca y la indignación para fortalecer el compromiso de cambiar la realidad que vivimos, no dejarnos paralizar por el hartazgo ni desligarnos de la responsabilidad que nos corresponde. Si concebimos que el problema es colectivo nos damos la posibilidad de sentirnos interpeladxs y reflexionar acerca del papel y el alcance de las sanciones que, si bien inscriben límites, explicitan la intolerancia hacia este tipo de atrocidades y sientan precedente, no son suficientes para construir un futuro diferente. Desterrar ciertas prácticas sociales y culturales será posible sí y solo sí se cuestionan los cimientos hetero-cis-patriarcales opresores que las constituyen y nos constituyen. Por ende, es nuestra responsabilidad identificar y erradicar conductas violentas pero también reflexionar respecto de la postura que tomamos en estas circunstancias. Tal y como mencionamos anteriormente, señalar solo la monstruosidad quita complejidad al asunto y, sobre todo, obtura debates, con lo cual acaba siendo funcional porque no lo reconoce como síntoma de la estructura social que le ha dado lugar. Es por ello que pensar en términos de responsabilidades y ubicar los diferentes eslabones que constituyen la cadena de impunidad que genera las condiciones de posibilidad para que hechos como estos ocurran es un posicionamiento político y una intervención de transformación.
Apostamos a diseñar e implementar políticas académicas con perspectiva de género que socaven genuinamente las violencias inherentes a la cultura patriarcal que habitamos reconociendo que, frente a problemas complejos, las respuestas deben ser integrales, haciéndose eco de los aportes de las teorías de género en complementación con los avances novedosos en materia de masculinidades y estudios LGBTIQ+ y, sobre todo, asumiendo que dichas respuestas no están dadas y que solo podemos construir propuestas posibles si transitamos la incomodidad.
La universidad es un espacio de crecimiento personal y colectivo constituido por un estudiantado diverso y heterogéneo que se relaciona con docentes y trabajadores en sus distintos grados de autoridad y responsabilidad. La experiencia universitaria tiene un valor significativo a nivel subjetivo y, por lo tanto, constituye una oportunidad inigualable para incidir en la formación integral de profesionales que le darán forma a ese mundo más inclusivo y sin violencias que queremos habitar.
No tenemos dudas de que la sola presencia, cada vez mayor en todas las áreas, del conocimiento de las mujeres y del colectivo LGBTIQ+ es transformadora, aunque no es suficiente. No es lo mismo que lxs estudiantes se inscriban en el proceso de transformación social al que aspiramos en nuestra universidad a que no lo hagan. No es lo mismo habitar una institución en la que se condenan y sancionan este tipo de hechos que habitar una en la que con el silencio se garantiza la impunidad, aunque no sea suficiente. No es lo mismo contar con espacios especializados en formación de género, con profesionales comprometidxs con los principios de la Ley de Educación Sexual Integral y de la Ley Micaela, que no contar con ellxs. No es lo mismo contar con una Consejería Integral que recibe consultas sobre situaciones de violencia y/o discriminación por motivos de género y orientación sexual específicas del ámbito universitario que no se resuelven en el sistema penal, que no contar con ese espacio, pero no es suficiente.
Estos hechos desgarradores nos confirman los compromisos asumidos para construir una universidad más justa[2], pero debemos ir más allá y, como es costumbre, retomar preguntas para transformarlas en acciones concretas: ¿A quién/es formamos? ¿Para qué? ¿Podemos aspirar a que, más allá de los saberes y conocimientos que transmitimos, una persona que haya pasado por la experiencia universitaria sea un sujeto con ciertos valores y posicionamientos éticos? ¿Existe la posibilidad de transformar las matrices binarias en nuestros contenidos? ¿Nos preguntamos si nuestras decisiones formativas favorecen distintos tipos de exclusión? ¿Ponderamos suficientemente la reflexión de nuestras prácticas como elemento primordial para favorecer la transformación? ¿Cómo se vinculan la investigación y la producción académica que generamos con las problemáticas específicas de las violencias institucionales en materia de género? ¿Ponderamos y valoramos la incorporación de saberes de matrices de pensamiento divergentes a las que nos formaron a nosotrxs como profesionales? ¿Dejamos entrar las nuevas perspectivas que nos traen lxs estudiantes? ¿Contribuimos, con nuestro accionar, a que la universidad sea un espacio real de contención y transformación de prácticas? ¿Acompañamos para asegurar la permanencia en la universidad de las personas afectadas por situaciones de violencia? ¿Entendemos a nuestros espacios como la salida del aislamiento que generan las situaciones de violencia? ¿Asumimos nuestra potencia? ¿Generamos situaciones de violencia en nuestras prácticas de enseñanza y de gestión? ¿Cómo se encuentra entramada la violencia en la formación? ¿Representa la experiencia universitaria un aporte para la transformación de la cultura patriarcal que habitamos y sostenemos día a día a través de sus violencias sistemáticas?
La indignación no debe echar por tierra todos los avances que día a día construyen todas las personas que se implican con esta problemática y siguen buscando mejores respuestas. La comunidad UNSAM, desde el día en que se dio a conocer el hecho, nos expresó la voluntad, la disposición y la urgencia de hacer más, ir por más, transformar más. Hoy creemos que el dolor inevitable por lo sucedido es el motor que debe impulsar las transformaciones que faltan en nuestra universidad, pero es la voluntad política la que nos debe organizar y no el dolor y la indignación.
Es nuestra responsabilidad pensar, configurar y consolidar políticas académicas integrales desde una perspectiva de género que conviertan en realidad la aspiración de una universidad inclusiva formando sujetos comprometidos con el logro de una sociedad justa e igualitaria.