Escuela de Arte y Patrimonio, home
Fabricante de emblemas, patriota de la Revolución de Mayo, líder de la gesta independentista. Así recordamos a uno de los próceres más admirados de la historia argentina. En el Año de Belgrano, Laura Malosetti Costa analiza facetas no tan conocidas de este “héroe sin rostro” que revelan su interés por la educación pública y gratuita, la agricultura doméstica, la enseñanza de oficios útiles y, sobre todo, de las artes del dibujo como base de todos los saberes.
En 2020 se conmemoran dos siglos y medio del nacimiento y dos siglos de la muerte de Manuel Belgrano. El 3 de enero fue declarado por el Ministerio de Cultura de la Nación el Año de Belgrano y se programaron numerosas actividades y homenajes. Sin embargo, el escenario que ha sobrevenido desde entonces no podría ser más extraño. Una gigantesca crisis (preanunciada no solo por la comunidad científica sino también por movimientos ecologistas, sociales y políticos en todo el planeta) nos ha sumido en la perplejidad por su velocidad y contundencia.
Un virus misterioso ha puesto a prueba los sistemas económicos, políticos, sanitarios y educativos del mundo y su relación con la naturaleza misma, dejando al desnudo las más terribles desigualdades entre los seres humanos, entre nuestra especie y los demás seres vivientes de la Tierra, así como los efectos de la destrucción de ecosistemas, en muy poco tiempo. Campea la muerte y reina el miedo en todo el planeta, se resignifican las responsabilidades sociales y la conducción de los estados, se visibiliza desde una nueva perspectiva la obscena concentración de riqueza en muy pocas manos y se pone en entredicho incluso el concepto mismo de riqueza.
En este contexto, la figura de Manuel Belgrano —el héroe más admirado e indiscutido en la siempre problemática historia argentina— se resignifica de un modo extraordinario, aunque tal vez todavía no advirtamos sus alcances. El súbito cimbronazo del escenario global permite volver a pensar desde nuevas perspectivas la complejidad de su figura, no por más estudiada y venerada, menos trágica y enigmática. Los ideales de la Ilustración, que guiaron la Revolución Francesa: “Libertad, igualdad, fraternidad” —traducidos en la procura del “bien común”— y que guiaron los pasos (no siempre exitosos) de Belgrano, vuelven a discutirse en esta coyuntura. Y no parece ocioso recordar que en los años iniciales de la independización de las excolonias europeas en América, aquellos hermosos ideales por los que Belgrano y tantos otros apostaron su fortuna y sus propias vidas enfrentaron también desafíos impuestos por la misma naturaleza de los seres humanos, cada uno distinto del otro, en constante tensión entre los deseos y aspiraciones individuales y el bienestar común.
En la memoria colectiva hay una tradicional y tácita distribución de atributos de los próceres, que se constituyen desde la educación escolar en una suerte de “santos laicos” de la nación, cuya imagen estereotipada y organizada didácticamente asigna un rol distintivo a cada uno. Manuel Belgrano es recordado, sobre todo, como el creador de la bandera nacional.
Y en el vertiginoso proceso de sustitución simbólica que tuvo lugar en las regiones recién emancipadas nuestro prócer fue, sin duda, un activo “fabricante de emblemas”. Su epistolario brinda contundentes evidencias documentales de la importancia que, en plena campaña de guerra, Belgrano otorgaba a la necesidad de lucir escarapelas y enarbolar banderas no sólo para que las tropas no se confundieran en combate sino también para afianzar sentimientos de adhesión a la causa patriótica por parte de los sufridos y vacilantes combatientes y en las poblaciones a las que fueron llegando: Rosario, Salta, Tucumán y Jujuy, en los años 1812 y 1813. También evidencia su determinación a oficializar la bandera nacional aun contrariando las vacilaciones del Primer Triunvirato. José de San Martín expresaba, en aquellos primeros meses de 1813, idéntica preocupación por no contar con un estandarte para las tropas, al tiempo que diseñaba el vestuario para los Granaderos.
El 13 de febrero de 1812 escribió Belgrano desde Rosario al Gobierno en Buenos Aires exigiendo que se declarara la Escarapela Nacional para distinguirse en combate y como señal de unión entre los soldados. Con gran rapidez, sólo cinco días más tarde, el Triunvirato le contestaba oficializando los colores (ya de uso) blanco y celeste para la Escarapela Nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Entonces, aquel letrado devenido comandante de tropas se toma otra libertad: la de extender el uso de los colores a los estandartes sustituyendo los del imperio español, cosa que el Triunvirato le reprende duramente. Es sabido que hasta 1815 no se izó la bandera nacional en Buenos Aires.
Menos sabido es que, poco después, Belgrano diseñó otra bandera, en la que decidió hacer “pintar las armas de la Soberana Asamblea General Constituyente, que usa en su sello” (o sea: el escudo nacional) sobre fondo blanco. La hizo bendecir y la donó con un despliegue de fiestas solemnes, al Cabildo de Jujuy, donde todavía se conserva como reliquia en la Iglesia Matriz de San Salvador con el nombre de “Bandera Nacional de nuestra libertad civil” como consta en el Acta Capitular.
Esta bandera es la única que se conserva de las que Belgrano creó entre 1812 y 1813, y resulta de sumo interés porque, como observaba Corvalán Mendilaharsu en su ya clásico texto de 1942, es precisamente un estandarte “rodeado del aura de leyenda que necesitan los símbolos” y podría pensarse esa bandera única, en la que se presentaba el escudo apenas aprobado por la Asamblea sobre fondo blanco, como una pieza de transición entre aquel carácter transitivo de la autoridad del rey de España que ostentaba el pendón real, pieza única que en las festividades paseaba por la ciudad el Alférez, y la multiplicación republicana de las banderas.
Podríamos seguir con otros ejemplos de la actividad iconopoiética de Belgrano: la acuñación de medallas de las batallas de Salta y Tucumán, por ejemplo, o el escudo donado a la escuela de Jujuy en 1812 que incluía la leyenda “Venid que de gracias se os dará el néctar agradable y el licor divino de la sabiduría”.
La leyenda en ese escudo escolar tan temprano nos lleva a otra cuestión que no adquirió tanta trascendencia en la memoria del prócer: su interés principal en la educación pública y gratuita para varones y mujeres, el aprendizaje de oficios útiles y el cultivo de la agricultura, el procesamiento de los productos naturales y, sobre todo, la enseñanza de las “artes del dibujo” como base de todos los saberes y las industrias, como un factor indispensable para el bienestar común.
Desde la fundación de la primera Academia de Geometría, Perspectiva, Arquitectura y toda especie de Dibuxo en 1899 hasta la donación de los 40 mil pesos con que lo recompensaron después de la batalla de Salta para fundar escuelas públicas y sostenerlas con esos fondos, se advierte a lo largo de su difícil y accidentada vida ese hilo fundamental que enhebra sus convicciones respecto del papel fundamental de las artes y los oficios, vinculadas al ideario ilustrado que alimentó la Revolución Francesa.
El dibujo como base de la educación común a artesanos y científicos, los símbolos y emblemas como instrumentos poderosos de construcción de identidades colectivas y convicciones nuevas. ¿Pensó Belgrano en la función de los retratos en aquellos años tempranos de la emancipación? Las representaciones y espectáculos visuales tuvieron un papel no menor a la hora de construir aquellas identidades y pactos colectivos nuevos, que resultaban riesgosos para las propias vidas y patrimonios personales. Lía Munilla destaca que en una sociedad en la que sólo una minoría estaba alfabetizada, las representaciones simbólicas del poder fueron fundamentales, era el lenguaje que, por vía de lo sensible, gran parte de la población podía entender y compartir. En ese tránsito “de súbditos a ciudadanos” se quemaron, degollaron, sometieron a juicio y ejecutaron retratos de Fernando VII y los virreyes. Los retratos eran la presencia del rey en América (nunca, ningún rey de España pisó sus colonias transoceánicas) El cuerpo del rey dejó un lugar vacante que fue ocupado, principalmente, por símbolos. Se diseñaron banderas, monedas, medallas, uniformes, para dotar de imágenes a aquellas nuevas identidades.
Y en ese proceso, aun cuando tuvieron nuevos significados y funciones, los líderes de la gesta independentista encargaron rápidamente sus retratos después de sus primeros triunfos. Así lo hicieron José de San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y buena parte de los oficiales del Ejército de los Andes, a partir de su primera victoria en Chacabuco en 1817. Belgrano no encargó ningún retrato luego de sus triunfos en Tucumán y Salta. Tampoco trajo retrato alguno a su regreso de Europa ni atesoró, ni hizo público ni escribió sobre retrato alguno en su profusa correspondencia.
En el hall que comparten la Academia Nacional de Bellas Artes y la Academia de Letras, en Sánchez de Bustamante y Avenida del Libertador, se encuentra —recibiendo a cada visitante frente a la puerta de entrada— una de las tantas copias sin firma del retrato —también sin firma— que ha llegado a ser la imagen más difundida de Manuel Belgrano. Fue atribuido a un artista francés: Casimir Carbonnier, en 1944 por Mario Belgrano, uno de los descendientes del prócer, a partir de un soneto —también anónimo y sin fecha, escrito luego de su muerte— que encontró en el archivo belgraniano del Museo Mitre. Poco se sabe también de aquel artista, activo en Londres entre 1815 y 1836 según el diccionario de Benezit. Sabemos, en cambio, que Belgrano no lo trajo a su regreso de Londres. Adolfo Ribera encontró la noticia en el Argos dos años después de su muerte.
En su ensayo El enigma Belgrano, publicado poco antes de su muerte en 2014, Tulio Halperin Donghi desplegó en un par de páginas más de diez retratos de Manuel Belgrano, sin epígrafes, para calificarlo como “héroe sin rostro”, y observar con agudeza un problema en ellos: no hay un retrato que permita evocarlo sin vacilación. Asumía allí nuestro historiador la perspectiva tradicional con que se ha examinado y se sigue escrutando los retratos de los héroes: ¿cuál refleja su “verdadero rostro”? ¿Qué retratos son “auténticos”? A estas podríamos agregar otras preguntas: ¿Qué hay de “verdad” en los retratos que se vuelven símbolos colectivos de las naciones y de las ideas? Se trata de una pregunta no menor que no termina de cerrarse con la invención de la fotografía.
Pero además están las preguntas, fascinantes, acerca de qué intenciones y proyectos del retratado llevan a la creación de una imagen. De Belgrano no sabemos nada. Sólo un pequeño grabado (de “factura deficiente”, decía Ribera) vio la luz pública antes de su muerte. Lo hizo Pablo Núñez de Ibarra, un platero de Buenos Aires poco antes de su muerte en 1819, y seguramente porque el héroe moría sin retrato. Fue ese grabado el que presidió las honras fúnebres de 1821. No sabemos si alcanzó a verlo o posó para el artista.
Cada retrato de Belgrano encierra un enigma, difícil de resolver hoy.
El retrato de la Academia, además, encierra otros enigmas: Belgrano aparece allí sin atributos de hombre de letras, pero vestido con elegancia inglesa. Le acompaña una veduta de su victoria en la batalla de Salta pero su expresión es abstraída y casi melancólica, sin dirigir la mirada al espectador. Es un guerrero o un hombre de letras o ninguna de las dos cosas…
Quién sabe qué inadecuación imaginó Belgrano en su figura o en su desempeño en el rol militar que tuvo que asumir tras su adhesión a la causa revolucionaria, para este silencio documental que se nos aparece como una evidente decisión de nuestro héroe de no exhibir, de no escribir, de no encargar o —al menos— no traer a su regreso de Londres ningún retrato suyo.
Belgrano tiene varios rostros, en efecto. Pero uno de ellos ha prevalecido y hoy es la imagen inmediatamente reconocible del héroe. Lo hizo un hábil artista europeo y es un bello retrato el que se ha reproducido, copiado, grabado, rotado, recortado, reinterpretado y está por todas partes, desde las aulas y los libros al papel moneda.