#TalentoUNSAM, Escuela de Arte y Patrimonio, Notas de tapa
Marcos Tascón es doctor en química, pero dejó el laboratorio tradicional para especializarse en el estudio de obras de arte en el IIPC de la UNSAM. Su rutina hoy se reparte entre el estudio de la composición de cuadros y el análisis de pinturas en cuevas remotas.
Por Matías Alonso – Agencia TSS
La especialización cada vez más marcada en las áreas de estudio se cruza con la hibridación y el trabajo entre múltiples disciplinas, para generar conocimientos más profundos. El Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural (TAREA-IIPC) de la UNSAM es un ejemplo de esta tendencia: allí trabajan restauradores de arte, antropólogos, historiadores, físicos y químicos, entre otros, con el objetivo de conocer más a fondo las obras de arte que forman parte de nuestra identidad cultural.
Marcos Tascón es doctor en química y un apasionado por el arte que abandonó la rutina del laboratorio para involucrarse en el estudio químico de obras que van desde cuadros hasta pinturas en cuevas remotas de la Argentina. En la UNSAM, una beca posdoctoral le permitió a Tascón especializarse en TAREA-IIPC.
¿Cómo decidió especializarse en química para el estudio de obras de arte?
Fue por el contacto con una amiga, una compañera del colegio secundario, que estudió restauración en laUniversidad Nacional de las Artes. Yo estudié arte cuando era chico, así que me cerró bastante esta orientación. A fines de 2009, cuando estaba terminando la carrera, empecé a trabajar dando clases en la Maestría en Conservación-Restauración de Bienes Artísticos y Bibliográficos que se dicta en el IIPC. Paralelamente, empecé a trabajar en sus laboratorios haciendo microscopía y algunas otras cosas básicas. Me encontré con un mundo que no sabía que existía, porque en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires no hay nada parecido a esto. Fue algo nuevo y, a la vez, muy desafiante.
¿En qué sentido?
Por ejemplo, en química uno toma una muestra y, mientras más muestras tome, mejor es. Acá, en cambio, la idea es no tomar muestras, o tomar la menor cantidad posible, para no invadir la obra. Hay que darle una vuelta a todo lo que uno aprendió para tratar de tocar lo menos posible lo que se quiere analizar. Eso es un desafío para los químicos analíticos como yo.
¿Por qué es importante conocer la composición química de los materiales de las obras de arte?
Se suele creer que es para ver con qué materiales trabajó el autor de una obra, para que los restauradores puedan usar los mismos, pero no es el foco principal. De hecho, los restauradores tienen que hacer algo diferente para que se note que la obra fue restaurada. No tienen que restaurar para que quede como si no hubiera pasado nada, sino que tienen que restaurar tratando de conservar la mayor cantidad de lo original. Se podría corregir algo que está mal y pintarlo todo a nuevo y que quede perfecto, pero no se estaría conservando lo original. Entonces, la idea no es copiar los materiales, sino complementar estudios para conocer con qué pintaba el artista, cuál su técnica, de dónde traía los materiales y cuáles eran los avances tecnológicos de la época. Por otro lado, también está la conservación preventiva, que lo que busca es prevenir que las cosas se deterioren. Estudiamos los materiales para poder aplicar criterios de conservación específicos para cada obra. Criterios generales siempre hay, pero, con un estudio físico-químico de lo que está pasando, se puede simular el envejecimiento y estudiar cuáles son los factores de deterioro y, así, hacer un análisis de riesgo para una obra.
¿Cómo se hacen estos análisis?
Hay que tratar de hacerlos tocando lo menos posible la obra, siempre tendiendo de las técnicas destructivas a técnicas microdestructivas. Ahora estamos yendo a algo puramente no destructivo, para poder ir al museo y hacer el análisis in situ, sin siquiera mover la obra. Hoy tenemos un proyecto de investigación en el que la mitad del financiamiento es para mover las obras. Para sacarlas hay que asegurarlas y eso es muy caro. Son cuadros que están valuados en 50.000 dólares, es mucho dinero solo por moverlos. Además, hay casos en los que no se pueden mover, como pasa con el arte rupestre en cuevas. Estamos trabajando en cuevas cerca de Oyola, que es un pueblo que está a 150 kilómetros de Catamarca. Esas obras no las podés sacar y llevártelas; tampoco podés establecer un laboratorio base, porque para llegar al pueblo tenés tres horas de viaje por el monte y, de ahí a las cuevas, una hora más de caminata.
¿Qué tan desarrollada está el área en la Argentina? ¿Cuenta con financiamiento?
En la Argentina, no está desarrollada. Prácticamente, los únicos somos nosotros con el taller y el IIPC de la UNSAM. La mayoría de los museos importantes del mundo tienen sus propios laboratorios de química equipados y se ocupan de ver qué pasa con las obras, tanto por su contexto histórico como para tratar de evitar que se deterioren.
¿Los museos argentinos no tienen laboratorios?
El Museo Nacional de Bellas Artes está tratando de implementar algo, pero todavía en una escala de análisis y complejidad mucho menor de la que nosotros estamos haciendo en TAREA-IIPC. De hecho, se están involucrando muchos más restauradores que físicos y químicos. Es gente del museo que está tratando de armar un laboratorio, pero para hacer otro tipo de análisis, no para investigar.
¿Cómo es la interacción de un graduado de ciencias exactas con antropólogos y especialistas en arte?
Es cuestión de acostumbrarse. La simbiosis es muy productiva, porque se aprende mucho del vocabulario del otro, y el intercambio también es muy enriquecedor. Que venga un restaurador y nos diga que, para él, una obra es una pintura al óleo nos soluciona gran parte de los problemas; o que un historiador haya encontrado documentación sobre un artista… Está el preconcepto de que nosotros podemos buscar cosas a ciegas, pero eso cuesta mucho más y tener interacción con historiadores ayuda. Por ejemplo, en un proyecto en el que estamos trabajando se suponía que había bloqueo económico de importaciones en la década del ‘40 y del ‘50, pero, por los materiales que estamos encontrando, esas suposiciones se están empezando a desdibujar porque hay muchos que eran importados. Así, con el trabajo conjunto, los resultados son mucho más ricos que si yo me pusiera solo a analizar muestras. Para mí las muestras son algo a lo que le tengo que quebrar la composición química, las veo como un desafío analítico. Pero hay información que otros me pueden dar para poder encontrar disparadores y, así, seguir analizando y buscando cosas que en una primera etapa no las podría haber encontrado.
¿Cómo cambia su forma de trabajar cuando sale del taller y se mete en una cueva para analizar pinturas muy antiguas?
Es muy diferente y también muy divertido. Es un trabajo que estamos haciendo con la Escuela de Arqueología de Catamarca y, en febrero, habrá una nueva campaña. Estar en el lugar hace que uno pueda ver el contexto, permite juntar minerales y, después, analizarlos para correlacionarlos con lo que está pintado y lo que hay en ese lugar. En la cueva, uno puede estar a oscuras y mirando para arriba mientras trata de sacar un pedazo de piedra con un bisturí. Es mucho más complicado que obtener una muestra de un cuadro. Y es muy distinto estar en el campo que cuando alguien toma las muestras y las trae. Como nosotros sabemos lo que necesitamos para que nuestros análisis salgan bien, a medida que nos fuimos involucrando, fuimos obteniendo mejores resultados. Por eso estaba la necesidad de crear un instituto en el que estuvieran todas las ramas juntas, donde los químicos nos pudiéramos involucrar directamente con las obras.