Andrea Lombraña, Natalia Ojeda, Carolina Di Próspero y María Belén Pepe, investigadoras del Núcleo de Estudios Socioculturales sobre el Derecho y sus Instituciones del IDAES, reflexionan sobre la situación de las personas privadas de la libertad durante la pandemia.
Las personas privadas de su libertad en los establecimientos penitenciarios de la Argentina padecen condiciones de vida indignas y vejatorias, signadas por las prácticas violentas, los malos tratos y la violación sistemática de sus derechos humanos. Esta situación no es nueva, sino que es producto de un Estado que nunca consideró prioritario el cuidado de esta población. El actual contexto de pandemia solo hizo más visible un complejo entramado de abandonos y malas gestiones.
Durante los últimos años, el encarcelamiento de grandes masas de hombres y mujeres fue producto de reformas normativas apoyadas por todo el espectro político, signadas por la falacia de la “mano dura” y acompañadas por acciones públicas de funcionarios –pertenecientes a distintos poderes del Estado– que encontraron en el punitivismo una salida rápida y convocante para tramitar la pobreza y las problemáticas sociales generadas por las crisis económicas del modelo.
Durante el macrismo, la resolución 184/2019 del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación decretó la emergencia en materia penitenciaria. Con ese decreto se habilitó a las autoridades del Servicio Penitenciario Federal (SPF) a disponer de compras directas, sin licitación, apoyándose en la necesidad de resolver un problema estructural que ese mismo gobierno incrementó: entre 2015 y 2019, la población carcelaria en el SPF aumentó un 30 % pasando de 10.274 a 13.750 personas detenidas. El 50 % de esas personas privadas de la libertad tienen prisión preventiva.
Esta situación tampoco fue acompañada por políticas de inversión en infraestructura y servicios tendientes a asegurar las condiciones mínimas de habitabilidad, al tiempo que profundizó el deterioro y la precarización de las condiciones laborales de los trabajadores de la fuerza penitenciaria despojándolos incluso de las herramientas básicas para el desarrollo de su tarea cotidiana.
La protesta desatada en el Complejo Penitenciario de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Devoto) dejó al descubierto la actual decadencia institucional del SPF, que otrora supo presentarse líder en la región en materia de derechos humanos, formación del personal y diseño e implementación de programas tratamentales y políticas de inclusión para la población detenida. El SPF podría haber estado preparado para contener la presente crisis. Sin embargo, el camino por el que se optó fue el de profundizar el desentendimiento del Estado en la materia.
En este cuadro de situación, la paralización casi completa del Poder Judicial y las interpretaciones arbitrarias sobre las recomendaciones de la Cámara Federal de Casación Penal (Acordada 3/20) adicionan mayor conflictividad. Incluso basadas en el estudio de cuál es la población de riesgo dentro de las cárceles, son desoídas por gran parte de los jueces de primera instancia, que no atienden el otorgamiento de beneficios liberatorios a personas con patologías preexistentes, encarceladas por delitos leves y/o sin condena firme, sabiendo incluso que algunas podrían morir en prisión.
Las políticas y prácticas en materia de ejecución penal que deben llevarse adelante ante la situación de emergencia, deberían poner el énfasis en la gestión del riesgo y no en la gestión del desastre cuando éste ya se hubiera desatado; así lo indica el marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres (2015-2030). Las recomendaciones allí vertidas, ante contextos como el que aquí se nos presenta, refuerzan la idea de reducir los riesgos existentes y reforzar la resiliencia focalizando en la responsabilidad primordial de los Estados en prevenir y reducir el desencadenamiento del desastre.
Cualquier consideración sobre el encierro y el campo penitenciario no debería prescindir del análisis de la sociedad o de la realidad misma en la cual se inscriben como tales. Muy por el contrario, la cárcel señala los márgenes estatales a través de la porosidad de sus límites e implica particularidades que necesariamente se articulan con la vida extramuros. Es falso entonces sostener que las personas detenidas se encuentran en una mejor situación que el resto de la población ante la amenaza del COVID-19 y la imposición de la cuarentena obligatoria. La realidad es que se trata de una población en inminente riesgo.
¿Por qué, entonces, si en varios países, entre ellos algunos de la región, se han tomado medidas alternativas a las penas de prisión con cierto consenso para descongestionar los establecimientos penitenciarios y asegurar condiciones humanitarias de habitabilidad, en la Argentina no se tolera ni el mínimo debate al respecto? ¿Será que estamos en manos del “humor social”, ya de por sí sensibilizado por el contexto sanitario? ¿Será que es tan fácil propagar en las actuales circunstancias un discurso del miedo al otro, despersonificado, sin matices, un enemigo visible pero sin nombre ni historia, sin trayectoria de vida particular más allá del delito, sin lazos sociales ni pertenencia comunitaria?
A la luz de los hechos acontecidos en los últimos días en distintos establecimientos del país, que nos advierten acerca de un posible escenario de creciente conflictividad y violencia, expresamos la necesidad de establecer diálogos intersectoriales urgentes con la intención de concretar un programa de acción imprescindible en un contexto cada vez más crítico.
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