Dirección de Género y Diversidad Sexual, Secretaría General Académica
En el onceavo aniversario de la ley, Mariana Chiti del Departamento de Comunicación y Gestión de la Dirección de Género y Diversidad Sexual de la SGA, entrevistó al investigador Guido Vespucci autor de “Homosexualidad, familia y reivindicaciones: de la liberación sexual al matrimonio igualitario”.
¿A 11 años de la ley de matrimonio igualitario, cómo ves que se instaló la ley en la sociedad? ¿Qué efectos considerás que tuvo en el país y la región?
Comparado con el contexto en el que se debatía social y parlamentariamente la ley, el matrimonio igualitario (MI) está mucho más aceptado y naturalizado. Si vamos más atrás en el tiempo, era algo prácticamente impensable, incluso para los propios movimientos de reivindicación homosexual, los que rechazaban o sospechaban de la institución matrimonial, con buena razón por su condición jerarquizante y excluyente de personas en base a sus identificaciones sexuales y genéricas, por su carga histórica en la represión sexual o en la regulación de la moral sexual, la desigualdad de género, entre otras. Mucha acumulación de experiencias y debates llevó advertir que este sistema de sexo-género heteronormativo, binario y patriarcal podía empezar a ser deconstruido y transformado “desde adentro” con una de sus piedras basales como es el matrimonio. Habilitar el matrimonio entre personas del mismo sexo fue un acierto en ese sentido, justamente por su efecto igualitario en el acceso de derechos, porque contribuyó a legitimar la homoconyugalidad, la homoparentalidad, pero además porque contribuyó -continuando hallazgos del sociólogo Ernesto Meccia- a des-diferenciar las identidades y universos culturales hetero/homo, a desdramatizar la orientación sexual como algo tan determinante como para que habilite o no el acceso a derechos o condicione tanto las trayectorias de vida. Esto es más evidente quizá en las jóvenes generaciones, donde si bien son proclives a las dinámicas “tribales” de multiplicación, particularización o fragmentación identitaria, también fluyen más fácilmente en el terreno sexual, genérico y afectivo, lo que contribuye des-esencializar las pesadas –y jerárquicas– categorías hetero/homo de la modernidad. Si mi diagnóstico es acertado, porque no deja de ser una hipótesis a comprobar, serían hijes del legado cultural del matrimonio igualitario.
Es que, como mostré en el libro (1) y en otras entrevistas, el MI tuvo un fuerte impacto en el plano legal pero también simbólico o cultural. Empezando por cosas más tangibles, al reemplazar los términos “marido” y “esposa” por el de “contrayentes” o “cónyuges” en los diversos artículos de la ley, las parejas del mismo sexo quedaron habilitadas a gozar de todos los derechos y obligaciones que consagra el matrimonio en un pie de igualdad con las parejas de distinto sexo: heredar, compartir la obra social, decidir sobre cuestiones de salud de sus cónyuges, garantizarse bienes adquiridos durante el matrimonio, entre otros. Un efecto clave de esta transformación legislativa fue la de equiparar derechos de filiación entre familias hetero y homo parentales. Así, todo esto resolvió derechos básicos y aspectos prácticos para parejas y familias que ya existían, y al mismo tiempo la protección legal del MI fomentó que muchas parejas pudieran pensar en formar una familia como un horizonte posible y más seguro. Pero el MI no solo incidió desde sus propios derechos, también fue la antesala para desencadenar otros, como la ley de Identidad de género, la ley de Reproducción médicamente asistida, las reformas al Código Civil (que incorporaron una tercera fuente de filiación derivada del uso de TRHA y que se determina por la voluntad procreacional), y que llegan hasta hoy con los debates por la regulación de la gestación por sustitución. A su vez, Argentina fue el primer país en América Latina en aprobar una ley de matrimonio igualitario, sirviendo como experiencia y modelo para que consecutivamente en Sudamérica se habilitara el matrimonio entre parejas del mismo sexo en Uruguay, Brasil, Colombia y Ecuador.
Desde su impacto cultural, además de lo que ya mencioné anteriormente, el MI contribuyó a afianzar vínculos sociales y, en especial, los vínculos familiares frecuentemente dañados por la discriminación y el estigma hacia las personas no heterosexuales. El MI no cambió solo la condición legal sino el estatus simbólico con el que son percibidas y se autoperciben las personas no heterosexuales, incluso más allá de su estado civil, e indistintamente de su situación conyugal o familiar. En síntesis, tuvo un impacto legal y simbólico que abrió cauces que llegan hasta nuestros días.
Cuando se debatía la ley, uno de los argumentos en su contra era la posibilidad de la conformación de una familia por fuera de la heteronorma ¿Las parejas homosexuales están en igualdad de condiciones para adoptar que una heterosexual?
En términos legales sí, y el matrimonio igualitario fue un antecedente. Antes de la ley, el marco legal promovía “el otorgamiento de niños y niñas que están en situación de abandono a parejas casadas, solteros y solteras, sin especificar la orientación sexual de los/las posibles adoptantes”. En una pareja del mismo sexo, esto implicaba que solo une de sus integrantes quedaba habilitade para solicitar la adopción y obtener –si la misma prosperaba– el vínculo de filiación con el niñe, mientras que “el otro padre/madre” quedaba excluide de tal derecho. Aun así, he conocido parejas de mujeres que optaban por esa vía, a sabiendas de que una de ellas no tendría reconocida la filiación, pero el problema no terminaba ahí, porque los presupuestos heterosexistas de les jueces y sus equipos interdisciplinarios que realizaban los psicodiagnósticos podía poner en riesgo el otorgamiento del niñe ante la presencia de esa “otra madre”. Por ende, para acceder a la maternidad por esa vía, era conveniente que esa otra madre se ocultara.
Con el MI, ambos integrantes de la pareja pudieron acceder al vínculo de filiación a través de una adopción conjunta o, en el caso de parejas de mujeres, mediante una nueva fuente filiatoria que ahí se abrió y que ya no dependía ni de la adopción ni del vínculo biológico con los dos miembros de la pareja parental, sino de la voluntad procreacional derivada del uso de las TRHA. Este último cambio quedó plasmado en el nuevo Código Civil y Comercial que entró en vigencia en 2015 y que posibilitó, paradójicamente, que el matrimonio dejara de ser un requisito para el reconocimiento legal de estas familias, ya que aquellas parejas de mujeres que hayan manifestado su consentimiento para gestar mediante TRHA pueden reconocer a sus hijos sin la necesidad de estar casadas. Asimismo, el matrimonio dejó de ser la única vía de acceso para la adopción conjunta, ya que quedó habilitada por otra nueva figura como la unión convivencial.
Ahora, si bien los procedimientos legales de adopción se han agilizado, en términos prácticos sigue siendo difícil y un camino arduo. Aunque he conocido parejas del mismo sexo que han logrado adoptar, son muchas más las que fui registrando que no lo han logrado (incluyendo personas o parejas hetero) después de muchos años de inscribirse en los registros de adoptantes.
Con esto no quiero decir que no haya que apostar a la adopción. Siendo que ya es un derecho, el cómo se puede optimizar en la práctica lo dejo para especialistas del ámbito legal y jurídico, pero como configuración familiar es algo que creo debemos reforzar en el ámbito educativo, porque no solo promueve nociones de solidaridad social sino que habilita otra concepción de parentalidad y parentesco que no tenga que pasar únicamente por los lazos biológicos, por compartir “la sangre” o “los genes” para legitimar las relaciones familiares y de cuidado.
¿Qué se modificó socialmente para que primero se diera lugar al debate, y finalmente se sancionara la Ley?
Por un lado, se fueron haciendo cada vez más visibles las identidades que hoy se conocen como LGBTI+, sus relaciones sexo-afectivas y sus propias familias. Pero hasta finales de la década del 2000 eso no derivaba en que el matrimonio fuera un reclamo evidente ni legítimo. De hecho, primero se sancionaron leyes de Unión Civil en distintos distritos. La Comunidad Homosexual Argentina presentó un proyecto de ley nacional de Unión Civil que incluía herencia y adopción. Para muchos sectores conservadores y supuestamente progresistas aceptar la unión civil ya era bastante, pero incorporar la adopción o reclamar el matrimonio era mezclar, como dicen les antropólogues, “lo profano y lo sagrado”. Suponía alterar el corazón de la estructura social, o como les gusta decir a dichos sectores, “la célula básica de la sociedad”: la familia (heteronormativa). Pero lo que subestimaban era que esa misma estructura en parte ya estaba “alterada” aunque fuera menos visible.
Sin embargo, el proceso de pluralización y mayor visibilización de formas familiares, no suponía que automáticamente tuvieran el reconocimiento legal y social como familias. Para llegar al terreno de deliberación parlamentaria por la ley de matrimonio, el movimiento de diversidad sexual primero tuvo que producir e instalar socialmente y en el ámbito político tres andariveles de sentido, cruzados fuertemente por las nociones de afectividad y derechos. Primero, “el derecho a quererse”, incorporando la discriminación por orientación sexual como un tema de derechos humanos, revirtiendo una larga historia de criminalización y estigmatización. Segundo, apelar al discurso científico para despatologizar no solo la “orientación homosexual” sino para legitimar la capacidad parental y la salud e integridad de hijes criados por familias homoparentales. Esto tenía el riesgo de utilizar parte de los mismos saberes que habían construido históricamente lo no hetero como campo patológico, porque se apeló al saber psicológico, y en menor medida a las ciencias sociales. Era en parte una cuestión estratégica para volver socialmente aceptables esas familias, “los/as hijos/as criados por padres gays y madres lesbianas no sufren trastornos psicológicos, etc.”, por eso en mi libro llamé a ese argumento como el “derecho a quererse sanamente”. Por último, “el derecho a quererse bajo las mismas normas que otras familias”, bajo un contundente y a la vez reconocible discurso de igualdad ciudadana. Podría sintetizarse esto, que ya es una síntesis muy apretada, en “somos personas, tenemos familias, necesitamos los mismos derechos”. Para que salga la ley, el resto fue, y no menos decisivo, coyuntura de oportunidades y correlación de fuerzas políticas, pero ninguna decisión es posible si no están dadas sus condiciones previas. Las organizaciones de diversidad sexual lucharon larga e intensamente para lograr esas condiciones.
¿Cuál o cuáles son los próximos derechos por conquistar?
Se ha avanzado mucho en materia de derechos sexuales, reproductivos y de género, desde la Educación Sexual Integral (ESI), pasando por identidad de género, técnicas de reproducción asistida, reforma del código civil, la ley Micaela, la interrupción voluntaria del embarazo, hasta la reciente ley de cupo laboral trans, por lo que el desafío también pasa por la implementación eficiente y su cumplimiento efectivo. Sabemos que la letra de una ley no significa una eficacia automática ni que la sociedad toda conozca las leyes o las respete. En este sentido, considero que la ESI debiera ser una apuesta articuladora y un pie de apoyo para garantizar no solo la existencia legal sino la concepción cultural y la práctica social de todas esas conquistas. Hay que garantizar su implementación en todas las provincias y en todos los niveles educativos, sean confesionales o laicos. En dirección semejante, es fundamental implementar la ley Micaela de capacitación en género para los tres poderes del Estado.
Quedan por delante debates legales para resolver como por ejemplo los casos de triple filiación y la gestación por sustitución o gestación solidaria (GS). Esta práctica de reproducción tecnomediada y sus proyectos de regulación en Argentina generan intensas controversias porque por un lado supone resolver una desigualdad en el acceso a las TRHA para formar una familia que recae principalmente en casos de monoparentalidad y parejas de hombres cis, y por otro el derecho a gozar de protección y plena autonomía corporal y subjetiva por parte de las mujeres (es decir, evitar el riesgo de explotación económica y manipulación del cuerpo reproductivo de las mujeres gestantes). Una posible fricción entre derechos. Se han presentado varios proyectos legislativos que han ido perdiendo estado parlamentario, pero que en general no desconocen sino que procuran proteger a las gestantes con diversos requisitos, y planteados desde una concepción altruista. Pero también considero que sería justo compensarlas, sin que eso se transforme necesariamente en un comercio librado al mercado. En el año 2020 se presentaron los dos últimos proyectos que estarían vigentes para debatir, uno firmado por la diputada Gabriela Estévez (Frente de Todos) que es claro en este sentido de conciliar el espíritu de altruismo con una compensación regulada a las gestantes, y el del senador Julio Cobos (UCR) que establece sanciones penales para tode aquel que intermediare en esta práctica con fines de lucro. Mientras tanto, esta práctica prolifera en nuestro país con decenas de fallos judiciales que la autorizan, o mediante personas que lo hacen en el extranjero a través de agencias de gestación subrogada donde pagan costosos servicios, lo cual supone una restricción de clase. Considerando este rápido diagnóstico, regular la GS a través del Estado se vuelve necesario.
Guido Vespucci es Dr. en Antropología Social y Lic. en Historia. Investigador del CONICET. Grupo de Estudios sobre Familia, Género y Subjetividades – Universidad Nacional de Mar del Plata. (1) Autor de: Homosexualidad, familia y reivindicaciones: de la liberación sexual al matrimonio igualitario (UNSAM-Edita, 2017)