Narrador que se mueve con igual destreza en las aguas de la ficción y en las de la crónica más rigurosa, Goldman visitó la Argentina y la UNSAM para formar parte del Taller de Periodismo Anfibio.
Por Marcelo Figueras – Fotos: Diego Sandstede
Francisco Goldman está habituado a moverse entre dos mundos. Entre la Guatemala de sus raíces y los Estados Unidos de su formación, entre el catolicismo de su madre y la religión judía de su padre, y también entre la ficción (sus novelas han sido profusamente elogiadas y hasta premiadas, y su último libro, Say Her Name, llegó a la categoría de best seller en USA) y la no ficción. Fue esta última disciplina la que lo trajo por última vez a la Argentina, para participar junto a Rossana Reguillo del Taller de Periodismo Anfibio que tuvo lugar en la UNSAM.
Cronista destacadísimo, en su juventud Goldman cubrió los conflictos armados de Centroamérica (fue allí que conoció a otro procer del género: Jon Lee Anderson, el autor de la mejor biografía existente del Che Guevara) y desde entonces trabajó para algunos de los grandes medios internacionales que abrevan en la non fiction. El artículo que escribió para el New Yorker sobre el asesinato en Guatemala del obispo Juan Gerardi se convirtió al fin en un libro: El arte del asesinato político (Anagrama, 2009), que forma parte de las mejores crónicas que se hayan escrito sobre nuestro subcontinente. En los últimos tiempos publicó en el New York Times un artículo sobre Camila Vallejo, la líder de la revuelta estudiantil chilena, y otro en el New Yorker que, titulado Children of the Dirty War, recrea la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo para recuperar a sus nietos.
¿Cómo fue crecer entre dos mundos tan contrapuestos como el de sus raíces y su infancia neoyorquina?
Si a los cincuenta no sabes quién eres, si todavía no has logrado unir tus partes en una síntesis personal, estás perdido. Pero durante mi juventud me sentía atrapado. Yo no quería manejar un taxi ni ser abogado, en ese caso no me habría importado un chingo. Hubiese dicho soy gringo como muchos, hijo de inmigrantes, y ya. Pero yo quería ser escritor, y eso me condenaba a buscar. La escritura fue mi manera de colocarme en el mundo, cuando no sabía a qué parte de la tierra pertenecía. Está en la naturaleza del escritor sentirse siempre en proceso sutil de definir tu identidad.
¿Cómo jugó la escritura en su búsqueda personal?
Tuve la gran suerte, cuando era un alfeñique y estaba todavía en mi primera universidad, de escuchar a Borges. Entonces dijo una frase que nunca olvidé: Uno nunca termina siendo el escritor que imaginaba. Yo siempre me imaginé, decía Borges, escribiendo como Kipling. Yo me imaginaba como un Calvino, lo cual era una manera de eludir la cuestión del lugar de origen. En USA los escritores están siempre vinculados a una región o a una identidad étnica. ¡Es horrible cómo les gusta compartimentalizar a la gente! Y eso era tan confuso para mí. Por años mis cuentos estaban situados en un no lugar, los personajes no tenían ni apellidos: los llamaba John H, o cosas así. Quizás mi talento pasó por el hecho de no cerrarle nunca la puerta a la realidad, que me atraía: yo buscaba esa mezcla.
¿Cuándo decidió instalarse en Guatemala?
Un año después de la universidad estalló la guerra entre Estados Unidos y Centroamérica. Que no era formalmente una guerra, pero se vivía como si lo fuese. Mientras tanto yo había aplicado a los programas MFA (Master in Fine Arts) de Columbia, Iowa y varias universidades más. Todos me habían aceptado con superbecas. Tenía esa carrera muy conservadora ya lista, que es lo que hacen la mayoría de los escritores allí: asegurarse un camino dorado hacia la jubilación. Pero sucedió algo muy absurdo: la revista Esquire compró dos de mis cuentos (los mismos que yo había mandado a estos programas, y por los cuales me habían becado) y me invitaron a hacer no ficción. Y ahí fue cuando vi la oportunidad de unir mis dos mundos, de unificarme a mí mismo a través del poder mágico de la novela. Entonces decidí volver a Guatemala. Rechacé los programas MFA y tomé el camino de la inseguridad en todos sus sentidos.
¿Cómo llegó a la historia del asesinato del obispo?
Yo no quería hacer más periodismo. Estaba harto. Una vez terminadas las guerras de Centroamérica mis cuates periodísticos, como Jon Lee, se fueron a la próxima guerra, que creo que en esa época era Bosnia. ¿Y qué iba a hacer yo en Bosnia, si sólo quería escribir ficción? Entonces me metí a escribir una novela que estaba en las antípodas de la violencia, El Esposo Divino. Todo partió de un célebre poema de José Martí, La niña de Guatemala. Me pregunté: ¿qué onda con ese poema, quién fue la muchacha que lo inspiró, qué pasó con Martí? Mis amigos se burlaban, decían que estaba escribiendo “Mujercitas en el Trópico”. La historia arrancaba en un convento, mi personaje tenía que ser una internada. ¿Y qué sabía yo de ese mundo? Poco y nada. Pensé, quizás pueda volver a Guatemala y hablar con curas. Por esos días me reuní con Jon Lee en España. Entonces el diario El País publicó un artículo nefasto, refrendando la opinión de un forense llamado Juan Manuel Reverte Coma que, usando tan sólo fotos como fuente de su dictamen, concluyó que el obispo Gerardi había sido mordido en el cráneo por un perro. ¡El gobierno mandó a 150 comandos para llevarse al perro y al cura que había vivido en la casa parroquial, sosteniendo que se trataba de un hecho pasional! Cuando vi eso estaba encantado, me dije Wow, entonces no fue un asesinato político. ¡Me lo creí todo! Mira esto, Jon, le dije: ¡Es como una peli de Almodóvar! Y Jon replicó, ¿por qué no se lo propones al New Yorker? Y yo pensé: Uh qué bien, voy a tener que entrevistar muchos curas, entrar en conventos…
Y al llegar a Guatemala entendió que más que de Almodóvar, el asunto olía a Costa Gavras.
A las 24 horas de aterrizado mi olfato desmintió aquella versión tan fantasiosa: lo de Gerardi había sido un asesinato político, y a lo guatemalteco. Quiero decir, protegido por esa libertad de creación que da la impunidad. Había sido una verdadera puesta en escena, un asesinato político concebido como obra de arte.
Es que Gerardi no había sido un obispo cualquiera sino el artífice del Nunca más guatemalteco, que informó sobre la muerte de 200.000 personas a manos del Ejército.
Por eso mismo no había nadie con ánimos de investigar su muerte. Los únicos eran unos jóvenes, que para burlarse de sí mismos se denominaban Los Intocables: Rodrigo Salvadó, a quien le decían el Shakira porque era guapo y moreno (como Shakira en ese época) y usaba coleta, Arturo Aguilar que tenía 19 y estudiaba abogacía…. No eran fiscales ni policías, tan sólo activistas jóvenes. Y ellos lograron lo imposible, con la ayuda de Leopoldo Zeissig, el tercer fiscal del caso: condenar por primera vez a tres militares en la historia contemporánea de Guatemala, en el año 2001.
Primero escribió el artículo que Jon Lee Anderson le había sugerido para el New Yorker. ¿Qué lo convenció de seguir el caso y escribir un libro?
El hecho de que me obsesionó y me permitió entregarme de la misma manera que lo hago cuando escribo una novela. También me movilizó que existiese una campaña de desinformación tan descarada en contra del juicio. Estaba lleno de loros que repetían la desinformación propalada por la misma gente que era responsable del asesinato: Inteligencia Militar. ¡Estaban destruyendo a mis amigos! Eso fue lo más descorazonador. Ellos habían hecho un trabajo tan heroico, y todo el mundo estaba en su contra. Pero al fin ganaron. Uno de esos casos raros.
¿Cambió la relación entre los escritores y la universidad desde su juventud?
No sé si ha cambiado tanto. Es tan radical la distancia entre los escritores y los académicos que mucha gente no puede creer que esa incomunicación exista. ¡Es una tragedia, no tendría que ser así! Por supuesto estoy hablando del mundo de los talleres de creación de los programas MFA, la ruta tradicional de la carrera literaria en USA. Hay ciertos instintos académicos ahí, basados en las actitudes radicalmente antiliterarias de muchos académicos que se tragaron la pastilla de la teoría francesa, y a la manera americana: o sea volviéndose más fundamentalistas que el Papa. A mí me gusta leer teoría, aunque muchas veces no la entiendo: es como un ácido para el cerebro. En Columbia, donde mi mujer fue a doctorarse en Letras Hispánicas, hubo un golpe interno y sacaron a todos los profesores y entraron antropólogos, gente de Estudios Culturales que profesaba un odio total por la novela…
Cuán distinta habría sido su vida de haber entrado en esos programas…
Igual es difícil generalizar. De allí salen escritores muy formales, aburridos, pero también gente como Dave Eggers, Junot Diaz. Yo creo que en USA hay todo tipo de escritores. Claro, me sigo quejando de esta manía que tienen de compartimentalizar. Tu eres un escritor latino, chino, húngaro. No es manera de tratar la novela. Es un prejuicio fortísimo. A mí por años me salvó la vida haber ganado algunos premios. Hasta la comunidad latina me ignoraba, por tener apellido judío. Yo soy católico como mi mamá, que me crió. Quizás habría sido más inteligente cambiar mi apellido, pero empecé a publicar muy joven y no pensaba como publicista, Goldman era mi nombre y ya. Sentí mucho rechazo de todo el mundo. Mi primera novela estuvo a punto de desaparecer debajo del horizonte, de milagro ganó el premio de Mejor Debut con un jurado increíble: Harold Bloom, James Merrill… Eso levantó mi perfil, porque estaban listos a ignorarme todos.
¿Qué opina de experiencias como la del Taller Anfibio?
Demuestran que el diálogo es posible, que funciona. Para mí ha sido fascinante escuchar a Rosanna, he aprendido mucho: me da más rigor, tiene metodología. Fue un espectáculo ver cómo muchos de los periodistas participantes coincidían con ella de manera instintiva. Gente que llegó ya con un entendimiento de lo fundamental: necesitas hacerte lo más inteligente que puedas. Y a muchos escritores no les gusta leer. Hay que leer todo. Intentar aprender constantemente. No quiere decir que debas hacer un doctorado, simplemente cuida tu mente. Estudia cómo funciona el mundo. Puedes descubrirlo a través de la novela o de los libros de historia. Con la teoría, o mezclando: ¡pero hazlo!