En una columna de Opinión del diario La Nación, el ex ministro de Educación y actual director del Programa para la Mejora de la Enseñanza de la UNSAM analizó junto a Axel Rivas el debate educativo en torno a la utilidad de la repetición de grado, y apuntó a la importancia de la pedagogía en contextos de diversidad y fragmentación social.
“Discutir si la repetición de grado sirve o no sirve es una discusión equivocada que atrasa tres décadas el debate educativo. La evidencia internacional y nacional es abrumadora: la repitencia no ayuda a aprender más. Podrían citarse decenas de estudios desde los años 50 que lo demuestran. La repitencia es un modelo pedagógico arcaico. Supone que volver a enseñarle exactamente lo mismo y de la misma forma a un alumno hará que lo aprenda. Además, está probado que la repitencia produce un efecto devastador en la autoestima del alumno, un factor central en su aprendizaje. (…) El problema no es la repitencia sino la pedagogía. ¿Cómo se enseña en contextos de diversidad y fragmentación social para que todos aprendan? Las viejas pedagogías homogéneas del método global y simultáneo (enseñar lo mismo a todos al mismo ritmo) son una costumbre que heredamos en América latina de la tradición francesa. Como América latina es el continente más desigual de la Tierra, el método simultáneo trajo mucha repitencia. La vara única dejó afuera a millones de alumnos. Pensamos que es el único método porque lo llevamos en nuestro ADN. Pero no es genética, es historia. Y la historia puede cambiar.
Lo que necesitamos discutir son las condiciones, las políticas y las pedagogías, no la repitencia. El riesgo es muy grave. Hay quienes proponen volver al rigor, la vara única, la responsabilidad de aprender en manos de cada alumno, el esfuerzo “porque les hace bien fracasar”, la disciplina en lugar del facilismo. Defienden la repitencia como método porque asegura una amenaza y obliga a aprender.
Quienes piensan así borran del mapa 50 años de sociología de la educación y más de 100 años de pedagogía. Está demostrado que este sistema pedagógico excluye a los más desfavorecidos socialmente. Es un sistema de cristalización de desigualdades basado en el mito de la meritocracia. La realidad es que ese modelo premia a quienes tienen mejores condiciones en el hogar y lleva a la expansión de la desigualdad a través de la educación. La discusión es otra si creemos que la educación debe construir una sociedad más justa.
La discusión es qué pedagogías y políticas necesitamos para revertir la enorme desigualdad y dispersión de los alumnos. La opción de separarlos en aulas y escuelas diferenciadas según clase social, “capacidades” o conducta no es el camino. Hay muchos estudios que demuestran su ineficacia: no conduce a que los pobres aprendan más ni a que tengamos una educación obligatoria de buena calidad para todos.
Entonces, ¿cómo se logran estos objetivos? La respuesta es variada: con escuelas de jornada completa que flexibilicen los tiempos y apoyen a cada alumno; con un currículum que favorezca distintos lenguajes de expresión y referencias culturales; con una pedagogía diferenciada que personalice la enseñanza. Todo esto requiere políticas: selección de los mejores candidatos para la docencia, formación de alto nivel, apoyo integral a cada escuela, tiempo de trabajo institucional pago, directores de escuela formados como verdaderos líderes pedagógicos, una administración educativa con mayores niveles de responsabilidad por los resultados. La lista es larga.
Lejos estamos de todo eso. Ésa es la verdadera agenda. Mientras tanto, necesitamos trabajar todo lo posible en las concepciones y en herramientas concretas. Armar equipos en las escuelas y pensar estrategias, no bajar los brazos. Ante la diversidad, encontrar nuevos caminos, no pensar que lo único que se puede hacer es lo que conocemos. Dedicar mucho esfuerzo en cada alumno, confiar en ellos, buscar rutas para llegar a contagiarlos, premiar su esfuerzo y empujarlos a un futuro mejor.
Las escuelas pueden trabajar en esta dirección. Es duro y difícil. Pero no debemos dejar la batalla. Es cierto que faltaron políticas educativas que permitan cambiar la situación de las aulas. Es cierto que hay enormes problemas sociales. Pero el educador se define por enfrentar todo desafío para enseñar y no por buscar el viejo método de la enseñanza homogénea con la repitencia como castigo.
Mucho más en primer grado. En primer grado necesitamos un debate de país. Nuestro primer grado debe ser el tesoro de la sociedad. Los mayores especialistas en la enseñanza de la lectoescritura muestran la necesidad de construir un largo bloque didáctico de un mismo docente con un mismo grupo de alumnos. Es un bloque de dos años. No puede haber repitencia allí. Destroza la subjetividad de los alumnos en su más temprana infancia.
Que el debate político de corto plazo ponga en duda el bloque pedagógico integrado de primer y segundo grado es la consecuencia más peligrosa del momento. Aquí no se propone eliminar la repitencia en el resto de la primaria, y sí discutir a fondo las pedagogías y caminos para reducirla con alternativas para lograr los aprendizajes. Pero en primer grado la repitencia sólo hace daño.
La discusión en primer grado es otra. Allí necesitamos a los docentes con más puntaje y buena experiencia, a los que saben que no tendrán que tomar licencias por todo el año, a los que tengan una especialización en alfabetización. Pero no sólo eso. Necesitamos que toda la escuela esté acompañando a cada alumno del primer grado. No toda la escuela: toda la sociedad. Empecemos por cuidar el debate educativo, darle entidad, escuchar a los que han estudiado el tema durante años, incentivar investigaciones y experimentaciones pedagógicas en la enseñanza de la lectoescritura. El facilismo se termina asumiendo la complejidad y combinando criterios: esfuerzo y apoyo; inclusión y calidad; justicia social y educación.”