Ante la muerte del prestigioso sociólogo francés, autor de una vasta obra que tuvo una profunda influencia en el pensamiento latinoamericano, compartimos las palabras del docente e investigador de Escuela IDAES Pablo Semán.
“Lo más útil que un sociólogo puede hacer es romper los esquemas prefabricados, los vidrios de las ideologías, de las doctrinas y de las retóricas donde está encerrada la sociedad”. Así resumía Alain Touraine el sentido de la práctica de la ciencia social en una definición que condensa una obra iluminadora y sorprendente.
El sociólogo francés que acaba de fallecer ha sido y seguirá siendo para las ciencias sociales una presencia pulsante: simultáneamente fue capaz de estimular la duda sobre todas la narrativas adocenadas y de esbozar grandes panoramas históricos y conceptuales en los que acomodar las observaciones sociológicas más inmediatas. Pero antes de seguir con esto digamos que mucho de lo que nos preocupa actualmente tiene parte de su origen en su obra: la centralidad de los movimientos sociales como parte de la vida social y como objeto de investigación, la atención a esos movimientos en clave de género, ambiental e incluso la rebelión de los portadores del virus del HIV, la tensión entre autoritarismos y democracia, las metodologías dialógicas de investigación social y la especificidad de los desarrollos políticos en los países de América Latina, pero no solo en ella, tuvieron en Touraine un formulador pionero y brillante. En ese contexto influyó generosa y productivamente en la formación de una camada de sociólogos latinomericanos inigualable: Fernando Calderón, Ruth Cardoso, Fernando Henrique Cardoso, Manuel Garretón, Norbert Lechner, José Nun, Juan Carlos Portantiero, Claudia Serrano, Ricardo Sidicaro, Silvia Sigal, María Luisa Tarres, Eugenio Tironi y Juan Carlos Torre, fueron, entre otros, sus discípulos. Lali Archetti ironizaba sobre el hecho de que su amor a Touraine debía ser secreto porque algunos antropólogos paradojalmente partidarios de la pureza se enojaban cuando lo declaraba.
Touraine decía que en el siglo XX había visto pasar y realizarse los ideales de la revolución, el desarrollo, la democracia, el imperialismo y el anticolonialismo, el Estado, el mercado, la comunidad y el individuo y que no entendía cómo entonces la sociología no enfocaba con el privilegio que debía el fenómeno del cambio.
Con ese espíritu, en un abordaje que integraba críticamente la sociología clásica y la síntesis parsoniana, produjo una noción clave: la de historicidad, en la que discernía el trabajo de autoproducción de la sociedad, su capacidad de auto intervención para transformarse a sí misma a través de sus partes en conflicto. La historicidad es un fondo ambiguo constituido por los resultados previos del juego social al que los actores tratan de darle un sentido actual y futuro traduciéndolo en direcciones contrapuestas. La sociedad nunca está definida más que potencialmente, está, más bien, trabajada por el conflicto.
Es en ese contexto que forjó la idea de movimiento social, hoy reducida a un ítem de un check list de temas y dimensiones, a una cuestión derivada, cuando en la concepción fundante de Touraine se trataba más bien de uno de los principios estructurantes del concepto de sociedad. En una representación que disociaba deliberadamente actor y sistema, y los ponía en contrapunto, los movimientos sociales eran el factor de cambio estructural de una sociedad y no simplemente organizaciones que aprovechan oportunidades y movilizan recursos tal como los describe cierta sociología de inspiración anglosajona que de tanto expurgar preocupaciones metafísicas termina matando lo real.
Se revela en esas concepciones el peso que tienen los elementos de la formación de Touraine. Por un lado, la historia que le dio una capacidad de observar lo social como proceso y como configuración, y no como un conjunto de taxonomías grandilocuentes y pasajeras tal como lo hacen muchas veces los sociólogos. Por otro lado, su conocimiento profundo del funcionalismo norteamericano contra el que elaboró un sistema alternativo y completo capaz de dar vuelta a la teoría norteamericana como un guante.
Contra “la ficción que el orden es primero” Touraine acentuaba el papel del conflicto y la incongruencia constitutiva de lo social. La sociología crítica que discutía al funcionalismo por su ideología conformista proponía una visión alternativa en la que todo era funcional para la opresión. Para Touraine, en cambio, no había funcionalidad ni reproducción sino autoalteración de lo social a través de los conflictos encarnados por actores. Primero viene la capacidad creadora de una sociedad de producirse y transformarse, es decir: “el trabajo que la sociedad moderna cumple sobre ella misma”.
Donde la sociología veía continuidad, estructura y petrificación de los social Touraine discernía discontinuidad y movimiento. Tampoco dejaría de lado su apertura disciplinar: teórico omnívoro y fundamentado supo darle en su obra un rol a sus lecturas del psicoanálisis, de Arendt, Nietzche, Foucault, Dumont o Hirschman, entre otres.
En su larga vida Touraine fue permanentemente productivo al punto que lo que muchos otros intentaron encarar en los años 90 Touraine lo había cumplido al final de los 1970.
Así, en una visión audaz y anticipatoria respecto de lo que parecía imposible, la caída de la URSS, ensayó una sociología comprometida e intervino activamente en las luchas sociales que llevaron al derribo de la régimen militar en Polonia en la misma época que América Latina se libraba de sus dictaduras y sus discípulos fueron activos dirigentes antidictartoriales. Su compromiso con la igualdad era tan lúcido como su reivindicación humanista de la libertad que interpretaba como una herencia de su diálogo con el cristianismo.
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