Dirección de Género y Diversidad Sexual, home
En el Mes del Orgullo, y a partir de las declaraciones del futbolista australiano Josh Cavallo, especialistas de la Consejería Integral en Violencia de Género y Sexualidades de la UNSAM reflexionan sobre el fútbol y la heteronormatividad.
Hace una semana vimos en los medios de comunicación diferentes noticias referidas al comunicado del jugador de fútbol Josh Cavallo sobre su orientación sexual (1) así como la “polémica” sobre la campaña realizada en los vestuarios del Club El Quillá (2) sobre discriminación y masculinidades.
Que los medios de comunicación planteen las problemáticas de la discriminación por orientación sexual en el fútbol y sobre la masculinidad hegemónica es un gran avance respecto a su abordaje previo de estos temas. El fútbol ha sido nicho de “hombres”: un espacio en el que la masculinidad entendida como sinónimo de “machos”, “heterosexuales”, “penetradores” y “fuertes” —nociones que constituyen la “cultura del aguante” dentro y fuera de la cancha— no ha dado lugar a otras formas de vivir la sexualidad y/o la identidad de género. Sin embargo, la “salida del closet” de un jugador de fútbol hoy es noticia, ya no para la comicidad o la tragedia sino para la concientización y la sensibilización. Aún así, debemos preguntarnos: ¿Se han transformado las lógicas heteronormativas que constituyen al fútbol masculino? ¿Se han modificado las prácticas violentas y machistas que conforman la “cultura de cancha”?
Nos interesa, en primer lugar, reflexionar sobre la heteronormatividad porque nos abre a una perspectiva crítica y política sobre el modo en que la construcción de la normalidad se entiende solo a partir de la conformación de su opuesto: “lo extraño”, “lo desviado”. Así, la “normalidad” se conforma en términos de una relación social hegemónica que se produce y se sexualiza como “heterosexualidad”.
El testimonio del futbolista Josh Cavallo, así como el de otrxs jugadorxs de fútbol que han hablado públicamente acerca de la experiencia gay (3), nos obliga a revisar los modos en que la heteronormatividad constituye prácticas de rechazo hacia aquellas formas de vivir la sexualidad que no se corresponden con esta norma y que, como tales, perturban el orden de lo “normal”. Lo “normal” en el fútbol se ha constituido como masculino y heterosexual, razón por la cual posiblemente en 1995 Passarella contestara “No” cuando le preguntaron si convocaría a un futbolista gay a la selección. (4)
Ahora bien, muchos futbolistas han manifestado públicamente no ser heterosexuales; muchos otros lo han hecho una vez retirados y jugadores como Ruud Gullit o Marcus Urban lo hicieron en pleno ejercicio de la profesión, pero con diferentes respuestas y repercusiones y, sobre todo, con la recepción de diferentes niveles de violencia. Cabe entonces pensar ¿qué sucede con el acto político de manifestarse por fuera de la norma del fútbol? ¿Cuánto le valen al fútbol y a los medios estas narrativas en primera persona el odio y la discriminación? Eve Sedgwick en su ensayo Epistemología del armario, plantea que la relación con el “closet” es siempre una decisión momentánea, dado que desafiar un posicionamiento sexual naturalizado es “la violencia más íntima posible”. Si bien la visibilidad en primera persona constituye un acto político de resistencia y de llamamiento a la reflexión acerca de la heteronormatividad, lo cierto es que resultará insuficiente para desarmarla si es que no se producen otras prácticas que cuestionen las lógicas heteronormativas institucionales.
Si algunxs autorxs han planteado al fútbol como una foto que representa la masculinidad hegemónica y tradicional, es entonces a su vez un ejemplo en forma de hábito colectivo de la estructura patriarcal, binaria y jerárquica.
Si ampliamos el foco de la foto podríamos identificar distintas formas de habitar el “jugar al fútbol”. Por una parte, entre los futbolistas más masculinos y reconocidos del mundo; algunos que se animan a nombrarse “gays” en voz alta, por otro lado, Los Dogos, los campeonatos de varones gays; a su vez, las ligas amateurs de fútbol queer. Y, por otra parte, el fútbol femenino y su organización para ser legitimado; un movimiento instituyente que incomoda en su estado de ser actual por lo que pide y por lo que muestra: ¿Qué nos dice de nuestra sociedad esta diferencia?
Mientras que el fútbol masculino existe como trabajo y espectáculo para algunos (entendiendo que existe la contracara de un fútbol de ascenso menos lujoso y glamoroso), el fútbol femenino —aunque recientemente profesionalizado— sigue siendo amateur, con contadas excepciones, y recién comienza a recorrer el camino de la televisación pública. Nuestras representaciones sociales sobre el fútbol devienen de esta diferencia estructural: el mundo público —laboral y social— es construido y habitado desde el sistema heteropatriarcal y capitalista, entonces sus modelos privilegiados serán los cuerpos más cercanos a los varones cis heterosexuales y, sobre todo, a su performatividad de género. El fútbol se presenta como el éxito de los varones: hábiles, potentes, con dinero, parejas heterosexuales, salidas y viajes. Del otro lado, el fútbol femenino lucha por existir, por un sueldo digno, por ser espectáculo y, sobre todo, por ser agitando las banderas de su historia: invisibilización, estigmatización y sacrificio.
¿Qué dirá de nosotres no soportar en un vestuario de varones jugadores de fútbol un cartel que diga “Soy varón y me gusta otro varón”? Se le pide a los jugadores que sean un bastión que cuide de la masculinidad hegemónica tradicional —si son gays, no se muestren, bajen el cartel—. Pero este cartel se cuela, hace mella porque hoy se conforma el asidero donde se inscribe y se propulsa.
El ritual del fútbol argentino se construye con sus espectadores: varones cis, que se enojan, se hacen mala sangre, se gritan, putean a los árbitros, al contrincante, confiesan llorar de ira por cada pérdida, suponen que el resto que los rodea los entienda si juega su equipo, necesitan atención, contemplación y entendimiento. El fútbol es cosa de hombres. Incomoda el gay que juega al fútbol, incomodan las mujeres, lesbianas y trans pidiendo reconocimiento en el fútbol. Estalla la ilusión heteropatriarcal de existencia, amenaza a los hábitos que dieron por naturales: la mujer en la cocina, el gay loca, la lesbiana enclosetada. Otras presencias en una cancha, casi como apariciones fantasmales que intimidan a “lo normal”, construyendo una -otra- fiesta (a la que están invitados, pero con otras reglas).
Si volvemos a nuestra pregunta inicial acerca de si se han transformado las lógicas heteronormativas que constituyen al fútbol masculino, podemos decir que no completamente, no mientras las violencias continúen permeando sus canchas y tribunas, no mientras sea necesario conformar otros ámbitos más amables para jugar al fútbol y sobrevivir a éste, no mientras que para pertenecer sea necesario tener una “doble vida” en la que se deba aparentar formar parte de “lo normal”. No mientras sea necesario recordar en los vestuarios que ser varón no es sinónimo de ser fuerte o heterosexual.
Hoy se van desarmando las representaciones y se van desarmando sin pedir permiso los hábitos y los modos de ser en el mundo; pero que no nos encandilen las luces del espectáculo, aún queda mucho por hacer.