El 30 de octubre, Navidad para quienes profesan la religión maradoniana, se celebra el nacimiento de un ídolo popular. Por eso, hoy te proponemos volver a transitar un camino ya recorrido por muchxs: la construcción de la idolatría en torno a Diego Maradona. Porque pensar a Diego es, también, pensarnos.
El 30 de octubre, Navidad para quienes profesan la religión maradoniana, se celebra el nacimiento de un ídolo popular. Es por ese motivo que nos gustaría volver a transitar un camino que ya han recorrido varios colegas: la construcción de la idolatría sobre Diego Maradona. Los ídolos son tan cuestionados como alabados y Diego no escapa a esa lógica. Queremos plantear cuatro ejes sobre los que se sustenta y se renueva esta idolatría. Decíamos que estos ejes ya han sido transitados con anterioridad, pero insistir es renovar la reflexión. Y porque pensar a Diego es, también, pensarnos.
Para muches, Maradona se convierte en ídolo después de brillar en el mundial de México 86. Antes había conquistado corazones a base de algunos logros deportivos, pero aquí acontece un parteaguas. Ser el mágico conductor de una selección que triunfa en un mundial de fútbol sin ningún tipo de cuestionamiento y fuera de casa lo enaltece. Pero más aún, lo que hace a Maradona ídolo es el estilo.
Un imaginario, fantasmagórico como todos los imaginarios, recorre el fútbol argentino: “Nosotros jugamos al fútbol diferente”. La gambeta como referencia de una identidad que nos define y distingue. Maradona tiró gambetas a diestra y siniestra en tierras aztecas. El segundo gol contra los belgas es una obra de arte casi inigualable. Apila rivales, cambia de velocidad, domina corto, domina largo y una definición exquisita. El estilo que para algunos definía la forma de jugar de la Argentina se hace presente. Un estilo, un ídolo nacional.
Ese vínculo se forjó en 1986 y el partido contra los ingleses tiene aquí un rol protagónico. Cuatro años después de la Guerra de Malvinas, Diego mete dos goles contra los ingleses, los inventores del fútbol. Sabemos que el fútbol y la nación son dos cosas diferentes, sabemos que recorren caminos que a veces se tocan y ese día se fusionaron. Chocaron. Maradona hizo dos goles de potrero; dos goles que lo constituyen, ineludiblemente, en ídolo. Por un lado, la picardía, la mano de Dios, un gol ilegal pero legítimo. Legítimo porque fue, para muches, un gesto de revancha. Legítimo, también, porque la picardía es además una referencia a lo argentino. Antes de ese partido, Maradona declaró innumerables veces que el partido de fútbol no tenía nada que ver con la guerra. Pero era difícil separar fútbol y Nación con una guerra tan cercana. El primer gol remite a lo nacional por la picardía y el segundo, por la gambeta. Al igual que el gol que metió días después contra Bélgica, Maradona gambeteó y gambeteó. Un estilo, un ídolo.
La identificación con la gambeta tiene un espacio que condensa simbólicamente la relación fútbol y Nación: el potrero. No se puede no gambetear en el potrero. La irregularidad del terreno promueve la gambeta, la individualidad del habilidoso sobre el juego colectivo. El estilo del potrero promueve lo individual pero también lo irregular, lo ilegal y lo indisciplinado. El estilo es también el exceso. El exceso como marca de lo vivo.
Maradona es también celebrado y cuestionado por sus excesos. Sin duda, uno de los pilares que convierten a Maradona en ídolo es la fuga al cálculo racional, su rebeldía para con el deber ser de lo correctamente político. Drogas, alcohol, sexo, gastos desmesurados, violencias varias, declaraciones polémicas, frases memorables hoy convertidas en refranes populares. Un lenguaje propio, un habla maradoniana. Los excesos maradonianos son el hecho maldito de la racionalidad y disciplina contemporánea. Excesos que daban cuenta de un gobierno de su propio desborde: ingobernable por otres, Diego fue hasta sus últimos y tristes días, un sujeto que desbordó sus propios límites. E incluso en los recovecos de tales límites, gobernó su desorden. Un manojo de pulsión de vida y muerte todo el tiempo ahí. Y, más allá de las miradas condenatorias y moralistas, la relación de Diego con sus consumos lo convierte en un igual. Uno más de los tantos argentinos y argentinas que los fines de semana se “la ponen”.
Al prodigio futbolístico, Diego, entre muchas otras cosas, adiciona algo más: fue el narrador de su propia gloria, pero también de sus luchas y dificultades. Impuso fórmulas, frases, un habla maradoniana. Su narrar incluye humor, por momentos incorrección política y también, posicionamientos políticos explícitos. Diego fue, también, un narrador eficaz de su propia vida. Gambeta narrativa, Diego supo y pudo ponerle palabras y estilo para contar una vida, la suya, que incluyó cien vidas: el origen humilde de Fiorito, su inicio deportivo, su esplendor futbolístico, sus adicciones, su amor – desbordante – a sus hijes y padres. Un Diego narrador, que va mucho más allá de lo futbolístico y de sus grandes logros deportivos. Se puso – e impuso – sus propias palabras. Se nominó. Se hizo y deshizo.
Diego Armando Maradona falleció el 25 de noviembre de 2020 a los 60 años. La pandemia enmarcó el dolor de su despedida. Cuando regían las normas de aislamiento, miles de personas las violaron para acercarse a la Casa Rosada a despedir al ídolo popular. La racionalidad guiaba al aislamiento ante la pandemia mundial y, sin embargo, miles de subjetividades ganaron la calle. La parte maldita. El lenguaje-exceso triunfó sobre la racionalidad del cuidado. Entre la utilidad y la efervescencia, triunfaron algunas efervescencias mientras que la distancia social se transformó en amasijo sufriente. Y como si el lenguaje no fuera suficiente, Diego se multiplica en cientos de murales en todo el mundo: Pelusa, mundialista, Diego íntimo. Un calidoscopio maradoniano que adorna paredes, potreros improvisados, hospitales, casas particulares. Miles de Diego que son uno: múltiple, contradictorio, fraternal, joven, bello, viejo, arrugado, ídolo, inmortal.