Desde hace doce días, las calles de Colombia son sede de protestas, manifestaciones artísticas, vigilias y otras expresiones de descontento contra la represión, el asesinato de civiles y las medidas del actual gobierno. Dos integrantes del Círculo de Estudios sobre la Colombia Contemporánea de la Escuela IDAES analiza el panorama social y político del país.
En la noche del pasado jueves 5 de mayo, en el octavo día de marchas contra el gobierno de Iván Duque, las redes sociales en Colombia se concentraron en una denuncia específica. Usuarios de Twitter y WhatsApp, que abarrotaban los canales con narraciones sobre la fuerte represión estatal contra los manifestantes, compartieron una misma historia: en el enorme puente que une la ciudad de Pereira con el municipio de Dos Quebradas, en el departamento de Risaralda, un auto se acercó a un grupo de jóvenes que tenía la bandera de Colombia, bajó sus ventanillas y disparó una docena de veces. En cuestión de segundos aparecieron las fotos y luego, los videos. Son de pánico. Muestran a un joven de barba, jean blanco y camisa celeste reír y hacer cánticos de protesta con amigos. Algunos vecinos se acercan para darles bebidas y comida. La risa sigue. La imagen parece festiva. Después viene el auto y la balacera. Luego los gritos desesperados en las imágenes movidas registradas por un celular. En ellas se ve un cuerpo desgonzado en el suelo, rodeado de sangre, con los ojos en blanco. Es el hombre de barba y camisa celeste que hace segundos cantaba. Más allá, otros dos manifestantes igualmente baleados intentan moverse. Los han fusilado.
El joven que cantaba se llama Lucas Villa, de 37 años, estudiante de Ciencias del Deporte en la Universidad Tecnológica de Pereira. Cuando se reveló su grave condición médica aparecieron más videos suyos, la mayoría del jueves, horas antes de que hombres armados atentaran contra su vida. En unos, baila. En otros, canta. En algunos más, hace pedagogía del paro en colectivos de la ciudad. Habla con los policías, les da la mano. Y luego, de nuevo, la imagen de su cuerpo lleno de plomo y tendido en el asfalto.
El rostro de Villa se ha convertido rápidamente en símbolo de la barbarie estatal y paraestatal contra los manifestantes en un Paro Nacional que empezó el pasado 28 de abril y no parece tener fin próximo. Lo que inició con amenazas oficiales contra aquellos que salieran a manifestarse se ha convertido rápidamente en una espiral de violencia a los ojos del país y el mundo entero. Según cifras de la Procuraduría General de Colombia, en los días que van de manifestaciones, 24 civiles han sido asesinados, aunque los datos de la ONG Temblores son aún más escalofriantes: se habla de 39 víctimas de homicidio presuntamente por parte de la policía y de 1876 casos de violencia policial, dentro de las cuales se han identificado 963 detenciones arbitrarias, 111 casos de disparos de armas de fuego y 12 víctimas de violencia sexual.
Si bien el inicio de la protesta fue la inconformidad por una reforma tributaria propuesta por el presidente de Colombia, que pretendía recolectar millones de dólares a través de nuevos impuestos que afectaban a las capas medias y bajas de la población, la movilización social fue tornándose en una expresión incontestable del hartazgo nacional por la situación económica, política y de violencia que vive el país. Como factor cardinal de este cansancio generalizado está la debilidad misma del gobierno de Iván Duque, un alfil político con poca experiencia, impulsado por el partido político del expresidente Álvaro Uribe Vélez (Centro Democrático) fácilmente ubicable a la derecha del espectro político regional. En plena crisis gubernamental, el propio partido de gobierno pidió primero la caída de la polémica reforma y ahora responsabiliza a conspiraciones internacionales y de izquierda local por lo ocurrido en los últimos días.
La debilidad del gobierno colombiano actual no es, sin embargo, una cuestión reciente. Como lo mostraron en su momento las protestas generalizadas de septiembre de 2020, contra la violencia policial en Bogotá y, más aún, el paro nacional de noviembre de 2019, el mandato de Duque ha experimentado las consecuencias del resquebrajamiento de una lectura profundamente conservadora de la realidad del país. En efecto, la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en septiembre 2016, estableció una frontera política que debilitó el discurso uribista, el cual consideraba que la existencia de los grupos insurgentes (principalmente las FARC) era el impedimento principal para la prosperidad y la paz social que el país anhelaba desde hacía más 50 años, cuando inició el conflicto armado interno.
El resultado negativo del “Plebiscito por la paz” de octubre de 2016, que cuestionaba en gran parte los Acuerdos con las FARC, fue el pilar discursivo del uribismo para aupar a Duque en el poder. Así, las promesas del joven candidato para las elecciones presidenciales de 2018 se resumieron en dos: hacer trizas lo pactado con la guerrilla más longeva de la región y, además, impedir que el candidato progresista de aquel momento, Gustavo Petro, ganara los comicios. Como es evidente, ambas promesas eran de rápido cumplimiento una vez posesionado Duque, lo que implicó que el gobierno se quedara desde sus primeros días de mandato sin promesas de interés nacional.
Además de los diversos escándalos acerca del rol de la fuerza pública en los últimos años —desde el bombardeo de menores de edad que se encontraban en campamentos de grupos guerrilleros disidentes hasta la fuerte represión a la movilización del Paro Nacional a fines de 2019, para no mencionar el incremento exponencial de asesinatos de líderes sociales y miembros desmovilizados de las FARC— la gestión de Duque se vio aún más debilitada por una pobre gestión de la pandemia actual. Entre el encierro generalizado, una magra o casi nula mejoría del sistema de salud para enfrentar el COVID-19 y la ausencia de alivios económicos para una gran parte de la población que subsiste de la informalidad, la pobreza hoy en Colombia alcanza casi al 43% de la población; cifra que consolida al país como uno de los más pobres y desiguales de la región. De allí que, efectivamente, el descontento actual sobrepase la demanda por la caída de la reforma tributaria y que no sorprenda la continuidad de las manifestaciones por más de una semana.
Frente a lo anterior, el uso desmedido de la fuerza pública —que, como ya se mencionó, ha cobrado la vida de varias decenas de protestantes— reafirma no solo la necesidad de reformar la policía nacional en Colombia. La represión inusitada es también reflejo de la incapacidad de diálogo de los sectores dirigentes del país y de su falta de voluntad para procesar las múltiples demandas de justicia social, educación pública y gratuita y un sistema de salud en función del bienestar de la población. Al contrario, el gobierno de Duque y su partido han culpado a la “extrema izquierda” y al “terrorismo vandálico” de sostener las protestas actuales. En una lectura harto maniquea de la movilización social, el oficialismo ve en todo y toda manifestante un potencial agente del desorden, el cual puede y debe ser eliminado. Esto explica, no solo la falta de solidaridad del gobierno por el atentado a Lucas Villa y la muerte de —hasta ahora— 31 personas en toda Colombia, sino también el traslado del conflicto armado, tradicionalmente librado en las zonas rurales, hacia los centros urbanos más populosos del país.
Pero, además, algo que parece evidente para un alto porcentaje de la población colombiana, enfrentada por primera vez en su historia reciente a movilizaciones de esta envergadura, y que pasa por alto el gobierno nacional y el oficialismo al simplificar en conspiraciones lo ocurrido, es que las protestas no tienen un liderazgo definido y responden a múltiples inconformidades sociales. A diferencia de las marchas promulgadas por centrales obreras o por partidos políticos, lo que se empezó a demostrar más claramente desde el paro de 2019 es que resulta imposible que algún sector se arrogue el malestar social como propio, pues en las largas y masivas caminatas confluyen diferentes tendencias del más amplio espectro político. Esa atomización del liderazgo representa un reto inmenso para un gobierno que no sabe de qué forma encarar las múltiples peticiones y cómo encausar los procesos que ayuden a dar resultados visibles que disminuyan el inconformismo.
En cuanto al panorama político colombiano, el actual Paro Nacional se ha transformado en una especie de tamiz público de cara a las presidenciales del próximo año, depurando los discursos partidistas y obligando a los nombres más notorios —o aquellos que suenan en las encuestas más recientes— a definir su posición de manera clara respecto a temas como la salud y la educación. El abanico de candidatos y candidatas para las generales del 2022 es todavía muy amplio y, desde el sector del progresismo, aparece de nuevo la cara de Gustavo Petro como la oferta de transformación. En el autodenominado centro político, figuras como Sergio Fajardo, Humberto de la Calle o Jorge Robledo, insisten en coaliciones ambiciosas que mezclen los más diversos propósitos. Por último, en la derecha, el uribismo aún no encuentra un delfín político que sea capaz de recomponer el campo conservador tras los débiles y autoritarios años de Duque. Así las cosas, lo que ocurra en las próximas semanas en las calles del país podría delinear de una forma más clara los puestos de partida para la carrera de la gobernabilidad del próximo cuatrienio. Por ello, también, podría explicarse la cautela de todos los partidos y sus líderes para referirse a la barbarie de lo que está ocurriendo.
Este silencio, sin embargo, tiene consecuencias nefastas tanto para la población que marcha como para los intereses electorales de las diversas colectividades. La movilización social no está dispuesta a dejar las calles y sin tiempo de llorar a sus muertos, en su mayoría jóvenes que se sienten agotados por un sistema que solo les ofrece un “no futuro”, el actual clamor de cambio, desoído y reprimido, tiene aún un largo ascenso.