En el Día Nacional del Antropólogx, lxs arqueólogxs del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural de la UNSAM reflexionan sobre sus aportes al campo de la restauración. Lejos de Indiana Jones o Lara Croft, descubren la complejidad de otros mundos posibles y analizan el riesgo de los encantos etnocentristas a la hora de estudiar las reliquias del pasado.
En teoría, lxs arqueólogxs somos especialistas en búsquedas. Sin embargo, para escribir estas líneas no pudimos encontrar nuestra efeméride. En todo caso, encontramos muchas fechas para celebrar.
En la Argentina, el 27 de julio de cada año celebramos el Día del Antropólogx, aunque también lo podríamos hacer el tercer jueves de cada febrero, como parte del Día Internacional de la Disciplina. Lxs arqueologxs, además, podríamos festejar el 19 de septiembre (Día de la Arqueología Argentina), pero también el 28 de julio (Day of Archaeology) y hasta el 28 de octubre si trabajásemos, por ejemplo, en Tucumán (Día de la Arqueóloga y el Arqueólogo de Tucumán). Quizás, esta imposibilidad para encontrar “el día” no sea más que el síntoma de una esencia mixta (somos arqueólogxs, pero también antropólogxs) y seguramente existan otras tantas fechas con las que nos sentiríamos identificadxs. Lo importante es que cualquiera de esas fechas siempre es una buena excusa para pensar qué podemos aportar a nuestro lugar de trabajo: el Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural (TAREA-IIPC) de la UNSAM.
Empecemos por presentarnos, pero no en términos personales sino más bien disciplinares: estudiamos Antropología y Arqueología, dos disciplinas muy próximas y, por momentos, casi fundidas en una sola, con la salvedad de que —en su versión tradicional y simplificada— la primera estudia los grupos humanos del presente y la segunda, los del pasado. Ambas se consolidaron en el siglo XIX y, como hijas de la modernidad eurocéntrica-colonialista, reprodujeron en sus objetos/sujetos de estudio los recortes propios del pensamiento occidental.
Ante todo, ambas disciplinas instalaron la división que separa el tiempo presente del pasado así como la división entre un nosotros occidental de una otredad, la cual siempre se define en términos negativos (no-occidental, no-moderna, no-civilizada). En oposición a la sociología y a la historia, cuyos objetos de estudio replican esa división temporal para estudiar la sociedad occidental, la antropología y la arqueología se erigieron entonces como las disciplinas encargadas de estudiar esos otros pueblos del presente y del pasado. De esta forma, y más allá de la cuestión de los tiempos —que se traduce en diferencias metodológico-técnicas—, la antropología y la arqueología están íntimamente unidas en su preocupación por lo distinto, por momentos incomprensible, de los pueblos otros en relación con nuestra forma occidental de vivir y pensar. Indagar en esas diferencias, que muchas veces se presentan camufladas bajo la apariencia de “lo exótico”, es uno de los puntos centrales de nuestro quehacer, el cual puede ser la fuente de nuevas claves para ser, estar y actuar en el mundo.
Pero, ¿dónde hallar ese exotismo en un taller de restauración del patrimonio cultural? Como contracara del sentimiento de desconcierto que puede producir lo desconocido, la sensación de presunta normalidad también puede ser engañosa y empujarnos a tomar decisiones poco acertadas. A menudo, las estrategias de conservación y restauración aplicadas al patrimonio occidental son utilizadas para intervenir objetos y estructuras producidos por grupos cuyas formas de vida y cosmovisión no necesariamente eran —ni son— similares a las nuestras. Tomadas con mayor o menor conciencia, esas decisiones responden a determinados intereses y formas de pensar que tienen consecuencias directas en el presente: al definir modos particulares de interacción, muchas veces incurren en la invisibilización de otras miradas y la naturalización del sentido común occidental.
Algunos de los ejemplos más impactantes de los riesgos asociados a las estrategias de restauración etnocentristas tienen que ver con la pretensión de arqueólogxs y conservadorxs de alcanzar el estado original de los sitios emprendiendo costosas tareas de restauración para intentar regresar a un estadio “primigenio” del patrimonio. Sin duda, en muchos casos esas acciones producen resultados positivos y nos permiten acercarnos a la belleza de, por ejemplo, grandes monumentos y tumbas arqueológicas. Pero, de igual manera, algunos de estos proyectos también generan dramáticas consecuencias para las poblaciones que habitan en las proximidades de esos sitios, así como distorsiones resultantes de la particular visión que se construye de su pasado.
Al respecto, el caso de las estrategias de restauración y conservación empleadas en distintas tumbas de la necrópolis tebana en Lúxor (Egipto) resulta muy ilustrativo y puede servirnos de ejemplo. Allí, enormes investigaciones y recursos fueron destinados para su acondicionamiento, fundamentalmente a partir de su declaración como Patrimonio Mundial por la UNESCO. Como resultado, quien visita el Valle de los Reyes, de las Reinas o de los Nobles, puede sentirse casi trasladado al tiempo de los faraones. Sin embargo, la contracara de estas empresas es doble y afecta en simultáneo a los pueblos pasados y presentes.
Para comprender estas consecuencias, es interesante advertir qué características tienen las tumbas y templos que aún no fueron restaurados y preparados para el turismo. Una rápida observación de esos espacios, cuya antigüedad oscila los 3400 años, permite observar no solo las huellas del deterioro natural, sino también las transformaciones producidas por la reocupación humana. Diferentes profesionales estudiaron estas complejas historias y describieron las transformaciones generadas por las sucesivas ocupaciones a lo largo de miles de años, muchas veces materializadas en el hollín depositado en los techos, en estructuras de adobe agregadas en las cámaras de tumbas y templos, en grafitis e inscripciones que se superponen al arte mural faraónico, etc.
Sin embargo, quien acceda a los espacios habilitados para el turismo, es decir, aquellos restaurados y acondicionados, difícilmente pueda hallar las evidencias de aquellas historias, dado que las marcas de los sucesivos episodios fueron borradas quedando únicamente lo que, se supone, habría correspondido a su estado original. Tales acciones, entonces, implican una visión particular del pasado de estos sitios centrada en el período faraónico que invisibiliza todos los eventos posteriores. Pero también, dicho proceso de conservación y restauración patrimonial supuso el traslado —en ocasiones, forzoso— de poblaciones que vivían en la necrópolis hace varios siglos y que, aún hoy, resisten su completo desplazamiento. Muchas de estas familias utilizaban las cámaras de las tumbas como casas, incluso como depósitos o corrales. Asimismo, usaban y usan el contacto con estos sitios como fuente de baraka, energía benévola que se trasmite al tocar algunos grabados en las paredes de las tumbas y templos y que ayuda, por ejemplo, para la fertilidad femenina. Todas estas prácticas se vieron alteradas por la patrimonialización de estos sitios, cuyos estrictos protocolos de visitas impiden su habitación, su modificación material e, incluso, el contacto con el arte mural.
Los ejemplos en Egipto resultan interesantes para advertir los problemas que pueden presentar los proyectos de restauración y conservación de sitios arqueológicos cuando no atienden a los otros —del pasado y del presente— y emplean estrategias de acción que consideran normales y universales, pero que, en verdad, son productos contingentes de la cosmovisión occidental-moderna. ¿Qué otras historias poseen estos objetos? ¿A qué intereses responde el hecho de que muchas veces su valor patrimonial descanse solo en una de ellas? ¿Por qué el patrimonio debe ser apreciado en su presunta originalidad? ¿Qué otros sentidos y usos se esconden detrás de la visión hegemónica de estos sitios y objetos? ¿Por qué la transformación material del patrimonio debe ser extirpada o disimulada mediante las estrategias de conservación adecuadas?
De regreso al taller, ¿qué pasaría si nos planteásemos interrogantes similares al trabajar con el patrimonio cultural “occidental”? ¿Qué sucedería si, recuperando las tensiones que surgen del diálogo intercultural con otras formas de pensar y vivir, problematizáramos nuestras prácticas de conservación y restauración? Porque, en definitiva, dentro de “lo occidental” también hay numerosas miradas, posturas e intereses. Al “occidente” también lo forman muchos otros. Quizás, esta clase de preguntas constituyan algunos de los aportes que una mirada antropológica tenga para ofrecer a un espacio con el reconocimiento, la trayectoria y la tradición interdisciplinaria de TAREA-IIPC.
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