Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental
En el Día Mundial del Medio Ambiente, la investigadora y docente del Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental de la UNSAM Patricia Kandus reflexiona sobre la actual cosmovisión de lo ambiental, nuestro comportamiento como consumidores y la necesidad de instalar nuevas políticas de Estado que garanticen la continuidad de la vida. “Nuestra universidad es precursora en la valoración y enfoque que le ha dado a la dimensión ambiental en el ámbito académico”, asegura.
La pandemia del COVID-19 y el aislamiento social preventivo establecido por los gobiernos como necesidad vital para la preservación de la salud puso en evidencia la solidaridad de ciudadanxs que asumen un papel proactivo, ya sea respetando las normas de aislamiento establecidas, participando en la asistencia desinteresadamente o cumpliendo con su trabajo (de cuidado) en forma responsable. La situación de pandemia también exacerba de manera inimaginada, pero totalmente previsible en el marco de la llamada “sociedad de la información”, un vínculo vital con las tecnologías de la computación y la comunicación.
Sobre todo, y de la forma más descarnada, la pandemia pone en evidencia la tremenda inequidad social, particularmente en nuestro continente. Alcanza con pensar en las diferencias de oportunidades en el acceso a la educación (ni hablar a distancia), la salud, la vivienda digna. En nuestro país esto es también así, más allá de los esfuerzos del gobierno actual, que se propone un Estado presente lidiando a la par con intereses económicos-financieros de los más voraces.
Como trágica contracara, circula en las redes sociales una suerte de mirada esperanzadora (y quizás ingenuamente pícara), encarnada en las imágenes capturadas sobre diversos componentes de la vida silvestre que recuperan más o menos tímidamente “sus espacios perdidos” en distintos puntos del planeta. Los lobos marinos en Mar del Plata, los coyotes en el Golden Gate en San Francisco (USA), los pumas recorriendo pueblos en Chile, las cabras montesas en las calles de un pueblo de Gales, los gatos civetas en Kerala al sur de India, entre otros, buscan quizás reconocer en el cemento huellas de sus hábitats.
A las imágenes de cielos diáfanos y atmósferas despejadas de diferentes ciudades del mundo se suman los mapas elaborados por la Comisión Nacional de Actividades Espaciales con información satelital que muestra cómo con el aislamiento social y el parate productivo han disminuido sustancialmente las concentraciones de dióxido de nitrógeno en la atmósfera de los conglomerados urbanos más poblados de nuestro país: Buenos Aires y el conurbano bonaerense, Rosario, Mendoza y San Miguel de Tucumán.
En el marco de estos cambios e inequidades, el abordaje de las cuestiones ambientales queda amalgamado con los derechos humanos y lleva inevitablemente al concepto de solidaridad de la manera más amplia y generosa que se pueda imaginar: el tema ambiental obliga a pensar no sólo en la vida digna de toda la humanidad sino también en la vida en el planeta sin excepción.
Pensar hoy al ambiente impone revisar nuestras culturas, las de la diáspora de innumerables sociedades que han construido la humanidad con vínculos muy diversos con la naturaleza circundante, y que luego el desarrollo de unas pocas civilizaciones urbanas/rurales ignoró o destruyó. Lleva a reflexionar, a su vez, sobre los modos de apropiación de la naturaleza y de su dominación, en tanto que deberíamos buscar planos de equidad e inclusión social.
Esta situación conduce a confrontar la concepción economicista y tecnocrática del desarrollo en un marco de capitalismo financiero globalizado, regido por variables y análisis de corte económico, sectoriales y a corto plazo. Implica también revisar la idea de desarrollo basado en una naturaleza ilimitada y la idea, ingenua por una parte y servil a intereses particulares por otra, de que la tecnología “lo soluciona todo”. Requiere como mínimo revisar la lógica de consumo impuesta como valor y objetivo en sí mismo como antagónico a cualquier modo de desarrollo que se proponga sustentable (recuperando el contenido y sentido de esta última palabra).
Parece, al menos, ingenuo pensar que la pandemia por sí sola, como elemento disruptor de nuestra cotidianeidad socioeconómica, vaya a cambiar patrones de conducta y modos de producción y consumo en relación a las problemáticas ambientales confrontando intereses económicos, imperativos sociales e improntas culturales de consumo globalizadas. Son cambios muy profundos, requieren comprensión y convencimiento y, por lo tanto, decisiones políticas, consensos democráticos de la sociedad civil y también del aporte profundamente reflexivo a partir de un amplio debate en el ámbito académico-científico.
Esto no es nuevo y desde la publicación de La primavera silenciosa, de la bióloga Rachel Carson (1962), que advertía sobre los efectos perjudiciales de los pesticidas en el medio ambiente y culpaba a la industria química de la creciente contaminación, se han publicado numerosos trabajos científicos que aportan evidencias sobre los impactos de las acciones humanas sobre el ambiente.
Ya en 1948 fue creada la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), pero el alerta despertado por Carson sobre el deterioro ambiental tuvo su respuesta masiva en la década del 70, en la organización de movimientos ambientalistas y en la creación de instancias gubernamentales en numerosos países que confluyeron en la conferencia de Estocolmo (1972) que dio lugar a la creación de organismos internacionales encargados del medio ambiente (PNUMA) y programas internacionales de investigación y acción (Programa de Naciones Unidas para el Medio ambiente, Programa sobre el Hombre y la Biósfera de la UNESCO).
Si bien la problemática ambiental fue abordada desde diferentes áreas del conocimiento, resulta clave el impulso dado al tema ambiental desde el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, creado en 1988), dejando expuesta la necesidad de desarrollar investigaciones en rangos temporales amplios (desde decenas de décadas hasta varios siglos), a fin de definir con mayor precisión la presencia de continuidades, alteraciones y cambios en la vida en el planeta tal cual la hemos conocido en tiempos históricos.
La Evaluación del Ecosistema del Milenio (EM), iniciada en 2001 a solicitud del Secretario General de las Naciones Unidas, puso en valor las consecuencias del cambio de los ecosistemas para el bienestar humano. En este mismo sentido, científicos y técnicos de diferentes partes del mundo han puesto de manifiesto en su trabajo en el Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) la importancia de la biodiversidad y de la naturaleza como sostén de casi todos los aspectos del desarrollo humano y como clave para el éxito de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. En sus informes también alertan sobre la manera alarmante en que se produce el deterioro masivo de los ecosistemas y la pérdida de biodiversidad.
Sin embargo, la existencia de todos estos organismos y sus informes no han podido detener ni tampoco desacelerar las tasas de extinción de especies, la degradación de ecosistemas, los niveles de contaminación ni el calentamiento global; en cambio, es una pandemia como la del COVID-19 la que deja en evidencia la insustentabilidad de lo que ocurre en el planeta.
En nuestro país, en 1973, Perón, contemporáneo con las ideas del momento, crea la Secretaría de Medio Ambiente dependiente del Ministerio de Economía, como consecución del documento que había redactado en 1972, “Mensaje Ambiental a los Pueblos y Gobiernos del Mundo”, hoy de notable actualidad.
Desde entonces, el ambiente siempre ocupó un lugar institucionalizado en el espacio de gobierno en Argentina. No obstante ello, a pesar de disponer en muchos casos de recursos humanos y equipos técnicos de gran valor y, a pesar de las diferencias ideológicas entre los distintos periodos de gobierno, el emprendimiento de un desarrollo realmente sostenible que involucre un cambio cultural profundo se ve limitado por importantes sesgos: sectorización y burocratización exagerada (oficinas y compartimentos estancos en lugar de abordajes transversales) que han dado generalmente por resultado abordajes que no incorporan la complejidad de los problemas ni dan soluciones integrales; dificultad intrínseca en trascender las escalas inmediatas (espacio-temporales), lo que dificulta dimensionar las huellas de las actividades antrópicas sobre el medio; una tendencia a operar sobre la emergencia tras el hecho consumado, basada en criterios de planificación a corto plazo. Desde las instituciones se piensa al ambiente como un compartimento estanco y no se comprende la interrelación con la agenda social, productiva y económica de los gobiernos. A modo de ejemplo, menciono cuatro casos:
El nivel de complejidad de cada uno de estos cuatro ejemplos se combina con la variedad de escalas donde se expresan las acciones y las consecuencias de las mismas, tanto escalas espaciales (usualmente interjurisdiccionales) como temporales (un derrame instantáneo en un cauce puede inhabilitar su uso por meses u años).
Sin embrago, para comprender la situación, a este análisis técnico se debe sumar una causa de fondo, quizás la principal, que son los intereses de las corporaciones que presionan a los organismos de gobierno para seguir desarrollando sus actividades económicas más allá del daño ambiental que produzcan, o que aprovechan la falta de marcos regulatorios para imponer y expandir actividades dañinas de hecho, o que habiendo un marco regulatorio lo violan sistemáticamente. La sociedad en este sentido queda como víctima involuntaria en la fábula de la “gallina de los huevos de oro”.
Abordar la problemática ambiental desde la gestión es todo un desafío, pero también lo es desde la academia. Científicos y profesionales con diferentes formaciones confluimos en el análisis de la misma con cosmovisiones y lenguajes diferentes. Esto es fundamental considerando la magnitud y el nivel de complejidad de dichas problemáticas que en la actualidad requieren indefectiblemente de abordajes interdisciplinarios. Sin embargo, la formación disciƒplinar se sustenta en un saber fragmentado que no es funcional para abordar problemas complejos, las instituciones no suelen proveer la formación ni la investigación interdisiciplinaria. El sistema científico tampoco suele promover la investigación interdisciplinaria ni cuenta con instancias suficientes para la evaluación de este tipo de proyectos. Se repiten modelos de aprendizaje y abordaje que no suelen ser útiles en las problemáticas ambientales, como por ejemplo la fragmentación de los estudios y la sobre-simplificación de los modelos.
La oferta de carreras vinculadas a la investigación, la gestión o la ingeniería ambiental son relativamente nuevas (apenas algo más de una década) y, en consecuencia, la masa crítica de profesionales involucrados en la resolución de problemas ambientales es aún escasa. En este sentido, la UNSAM es precursora en la valoración y enfoque que le ha dado a la dimensión ambiental en el ámbito académico.
Sin embargo, la relevancia de las problemáticas ambientales termina de ser comprendida y es confrontada sistemáticamente con las urgencias de desarrollo a corto plazo. La investigación de temas ambientales suele quedar estigmatizada a meras bases para imponer regulaciones al desarrollo productivo, al “libre” uso del territorio y de los recursos o, desde lo tecnológico, como incrementos en los costos de producción (por ejemplo, tecnologías para tratamiento de efluentes, desarrollo de energías alternativas, formas de extracción y producción de mayor sustentabilidad). Bajo los estándares de éxito actuales, a través de los que se premia sobre todo la generación de productos que brinden rédito en el mercado, el tema ambiental no es visto como lo que realmente es: un puente que une el desarrollo de las sociedades humanas con la posibilidad de vida sobre la tierra.
La conflictividad social que aparece en cada uno de los ejemplos que mencioné previamente es clave para comprender que la dimensión ambiental es emergente de las inequidades sociales y una consecuencia ineludible del modelo de desarrollo económico dominante.
La situación de pandemia se expresa en sufrimiento para vastos sectores, catástrofe económica y vidas. La pregunta que surge en diversos espacios es si habrá un regreso a “la normalidad” o por el contrario podemos construir una “nueva normalidad”, más justa y ecuánime social y económicamente.
Sin embargo, la pandemia por sí misma no pareciera que necesariamente involucra un impacto directo en la cosmovisión de lo ambiental, ni en nuestro comportamiento futuro como consumidores, ni en las pautas de uso de la tierra. Estos cambios muy probablemente serán consecuencia de la demanda de la sociedad en torno a su derecho humano de vivir en un ambiente sano y su preocupación por preservarlo para las generaciones futuras, tal cual reza en el artículo 41 de nuestra Constitución Nacional. Así como se conquistó un espacio inalienable en la institucionalidad de nuestro país en el campo de los derechos humanos y se disputa hoy en la cuestión de género, el tema ambiental puja por un espacio digno en las políticas de estado.