Se fueron del país en medio de la crisis y volvieron para trabajar en el país. Diez investigadores y docentes de la Universidad cuentan por qué decidieron regresar en el sexto número de la publicación de la Universidad. Además, una entrevista a la filósofa india Gayatri Spivak, que visitó el Campus Miguelete; una nota sobre eficiencia energética; los 20 años del Instituto Sabato y los 15 del IDAES; las nuevas licenciaturas del Instituto de Artes y lo mejor de la nueva agencia de noticias científicas, Tecnología Sur Sur. Lee la revista completa acá.
A fines de 2001, el panorama era desolador; la Argentina estaba quebrada, fundida, aniquilada. El modelo neoliberal había arrasado con todo: el comercio, la industria, la clase media, el gasto público, el trabajo, la fe; y había arrojado a la indigencia a más de dos millones de personas. Uno de cada cuatro argentinos no tenía empleo, las expectativas de conseguir uno eran nulas y las opciones que se presentaban eran aguantar o partir: ochocientos mil argentinos decidieron armar sus valijas y comprar pasajes a Europa y América del Norte en busca de un presente mejor. Cerca del 10 por ciento eran científicos que se habían quedado sin lugares ni recursos para investigar.
Muchos creyeron que se iban para toda la vida. Sin embargo, unos años después, la reconstrucción económico-política del país y el consecuente resurgimiento de la industria, la producción, la ciencia y el desarrollo los enfrentaron con la posibilidad y el desafío de volver: por su cuenta o detrás de propuestas de trabajo, por razones afectivas o empujados por la convicción de hacer ciencia en su tierra, convocados por la Ley RAICES –sancionada en 2008–; todos, más de mil, regresaron a trabajar, investigar y enseñar acá. Y varios de ellos hoy están en la UNSAM.
Del taxi al laboratorio: un camino repetido
Eduardo García-Gras conoce muy bien Buenos Aires. En 1992, y durante dos años y medio, todos los días a las 18 se subía al taxi que era de su cuñado y recorría las calles en busca de pasajeros. Esa era la única manera que había encontrado de hacer un poco de plata para sostener a su esposa y a su hija, después de haberlo intentado con la biología, la mensajería, la preceptoría y la fabricación de carteras. Pero no le alcanzaba. Sus ganas de hacer investigación eran muy fuertes; habló con su mujer, le explicó cómo se sentía, se postuló para una beca doctoral en Estados Unidos y la ganó. En agosto de 1995, los tres partieron hacia la Universidad de Texas en Galveston.
Allí su licenciatura en Biología por la Universidad de Buenos Aires sí sirvió: hizo un doctorado en el Departamento de Química Biológica Humana y Genética, estudió los efectos de los corticoides en células tumorales y no tuvo que trabajar porque la plata de la beca bastaba para toda su familia, que se había agrandado con la llegada de un varón. Después, ya recibido de doctor, volvió a mudarse: se instaló en el Colegio de Medicina de Baylor, Houston, el empleador más grande del sistema científico estadounidense, a cien kilómetros de donde estaba, y comenzó a investigar. En total, participó de tres proyectos: el primero fracasó, el segundo se quedó sin fondos a poco de arrancar y el tercero fue suyo. De hecho, aún sigue con él: en la actualidad, Eduardo analiza el mecanismo molecular de la displasia arritmogénica del ventrículo derecho.
Pero tardó varios años en volver a la Argentina. Pese a que su idea jamás fue instalarse definitivamente en otro país, en total fueron once años los que estuvo lejos porque la primera vez que pensó en regresar junto a su familia, su padre lo llamó y le dijo: “No vuelvas ni loco”. Era 2001. Entonces, se quedó porque no tenía problemas laborales. Sin embargo, al poco tiempo empezó a preocuparse por los sociales. Su hija, que tenía 3 años cuando se fue de la Argentina, había crecido mucho, estaba a punto de entrar en la adolescencia y cada día, cuando volvía de la escuela, tenía una nueva anécdota que contar: un compañero adicto a las drogas, un compañero con un arma en la mochila, un compañero herido de bala: “Con mi esposa comenzamos a prestar más atención a los chicos y vimos que empezaban a tener valores que no eran los nuestros. Además, hablaban castellano sólo con nosotros”. Por eso, empezó a contactarse con laboratorios de España y Canadá para ver si en alguno había lugar para él. Obtuvo una oferta que se cayó a los pocos meses así que se decidió: desarmó su casa, vendió su auto, llamó al investigador Carlos Amorena, coordinador de la Licenciatura en Biología de la Escuela de Ciencia y Tecnología, y volvió en 2006 con su proyecto de investigación y gracias a una beca posdoctoral de reinserción.
Llegar a la Argentina fue llegar a un país completamente nuevo. Insertarse en el sistema nacional fue como insertarse en el estadounidense: todo era por primera vez. Como Eduardo antes de irse jamás había trabajado en ciencia, no había colegas con los que reubicarse ni lazos institucionales que reflotar. En 2006 se instaló en los laboratorios que la UNSAM tiene junto al Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), después en el CONICET y un año más tarde ya daba clases en las materias Biología I, II y III de la Universidad: “Volver no fue algo complicado. La primera vez que pedí el ingreso a carrera del CONICET entré; el primer subsidio que solicité me salió. No tuve problemas”.
Volver por los afectos, quedarse por razones profesionales
Andrés Kozel ya lo presentía. En 2000, mientras trabajaba como profesor universitario en Córdoba y escuchaba que todas las instituciones nacionales que podían llegar a contratar a un joven graduado en Sociología cerraban, sabía que en poco tiempo la falta de perspectivas y la sensación de ahogo lo iban a hacerde hablar con varios profesores que habían estado exiliados en México durante la última dictadura militar, Andrés se decidió, pidió una beca, la ganó, armó su valija y se instaló en la Universidad Autónoma de México (UAM), desde donde vio la renuncia del entonces jefe de Gobierno Fernando De la Rúa, la sucesión de cinco presidentes en diez días, la llegada del “corralito”.
El panorama allí era otro: el DF era mucho más latinoamericano desde el punto de vista académico que Buenos Aires, donde no había lugar para estos estudios. Entonces, hizo la maestría y el doctorado en Estudios Latinoamericanos, después obtuvo un posdoctorado en El Colegio de México y trabajó como profesor de Historia de América Latina, de Historiografía, de Historia de las ideas, y publicó La Argentina como desilusión, su tesis doctoral: “Es un estudio sobre la idea del fracaso argentino en una selección de ensayistas (Lucas Ayarragaray, Leopoldo Lugones, Benjamín Villafañe, Julio Irazusta, Ezequiel Martínez Estrada) que en un momento determinado de la historia se preguntaron sobre la inviabilidad de hacer un país”. También publicó La idea de América en el historicismo mexicano, un estudio minucioso sobre una serie de debates del latinoamericanismo mexicano.
Dejó pasar varios años, más de siete, hasta plantearse la posibilidad de regresar al país. Fueron tiempos de mucho trabajo, profesional y personal, durante los que luchó para hacerse un lugar lejos de su casa, para ser reconocido como un par, para integrar esos espacios que la Argentina no le brindaba. Por eso, volver fue un proceso muy complejo, en todos los niveles: afectivo, por los amigos que había conseguido; laboral, por el reconocimiento que había alcanzado y los lazos que había entablado; y personal, por el miedo a salir perdiendo, a retroceder casilleros. Pero los hijos importaban más. Durante sus 10 años en México, Andrés fue papá y con el tiempo comenzó a preguntarse si esa era en realidad la vida que quería dar a los chicos, sin sus abuelos, sus tíos, sus primos, sus raíces. En 2007 él y su mujer se convencieron y arrancaron una larga vuelta: “Es complejo a nivel interno. Tenía más amigos allá que acá. No es fácil desarmar relaciones laborales, una casa, una rutina. Hoy, hace ya tres años que llegué y sin embargo aún no termino de salir de ese proceso. Hay gente que atraviesa estas instancias con pocos costos, pero otros por ahí somos un poco más sensibles y nos chamuscamos más”.
En el D.F., Andrés había conocido al rector de la UNSAM, Carlos Ruta, con el que había hablado en varias oportunidades de sumarse al proyecto de la Universidad. El Centro de Estudios Latinoamericanos (CEL) de la Escuela de Humanidades, un espacio multidisciplinario de investigación pionero, creado en 2003 y dedicado al estudio, la producción y la difusión del conocimiento sobre América Latina, era ideal. Además, el país no era el mismo, las instituciones científicas reabrían sus puertas y se generaban espacios dedicados a las ciencias sociales, acompañados por la consolidación del latinoamericanismo, afianzado por políticas como el rechazo al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), los giros del MERCOSUR, la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR).
Hoy Andrés tiene 42 años, es investigador del CONICET, coordinador de un grupo de trabajo de CLACSO sobre el imaginario antiimperialista latinoamericano, director de la Maestría en Estudios Latinoamericanos del CEL y cree que La Argentina como desilusión no tiene lugar en un país como el actual: “Tendría que reescribirlo si quisiese publicarlo acá. El libro está pensado contra el clima cultural de los 90. El país cambió, el continente cambió. Antes, sentías que te habías esforzado para estudiar, que querías trabajar y no había chances para canalizar inquietudes humanísticas. Ahora la situación es otra y los estudios latinoamericanos tienen mucho que decir sobre los cambios en los ejes del mundo, sobre el papel de las periferias, la crisis, la transición”.
Mozo en Barcelona, investigador en Chascomús
Cada vez que llega al trabajo, Fernando Unrein estaciona la bicicleta, levanta la vista y mira la laguna de Chascomús, barrancosa, verde, pampeana. Siete años atrás, cuando repetía esta misma acción, también veía agua, guerrera, celeste, mediterránea, pero el contexto era distinto: estaba lejos de su casa, de su familia, de sus amigos, de sus costumbres. Fernando tiene 43 años, es doctor en Ciencias Biológicas, profesor de la materia “Laboratorio de agua, toxicología y contaminación ambiental” de la Tecnicatura Universitaria de Laboratorio de la UNSAM que se dicta en el IIB-INTECH, y vivió cinco años en Barcelona, ciudad a la que llegó en febrero de 2002, dos meses después de defender su tesis doctoral, el 20 de diciembre de 2001, en medio de la crisis económica, enmarcado por el estado de sitio, con 31 años: “Mi decisión de irme coincidió con que el país era un desastre, la situación era crítica, no había entradas a carrera en el CONICET y tampoco becas. La posibilidad de hacer ciencia acá era mínima y yo tenía ganas de vivir una experiencia en el extranjero”.
Pero aterrizar en Cataluña no fue fácil. Antes de conseguir una beca en el Instituto de Ciencias del Mar –un centro de alto prestigio al que llegan científicos de todas partes del mundo– para continuar sus investigaciones en algas, Fernando tuvo que mentir: cuando supo que ninguna de las tres becas a las que había aplicado desde la Argentina le habían salido, se sentó frente a la computadora y armó un nuevo currículum en el que omitió que era especialista en fitoplancton e inventó que era mozo. Así consiguió trabajo en un bar, gracias al que pudo pagar las cuentas. Fueron ocho meses en total de anotar órdenes, destapar bebidas y llevar hasta cuatro platos en un mismo brazo. Luego, una llamada desde Francia desencadenó el cambio: llegó la primera oferta de trabajo en ciencia y a los pocos días, la segunda. Dijo sí a las dos; estuvo un mes identificando algas en la consultora independiente de una mujer francesa, que se dedicaba al análisis biológico de aguas y le convidaba los mejores quesos, y luego por fin desembarcó en el instituto de Barcelona, donde hizo un posdoctorado en algas mixotróficas que comen bacterias, plantas carnívoras microscópicas microscópicas. “Todos los días me iba al instituto en bici. Llegaba, abría el cajón de mi escritorio, sacaba el mate y ponía agua a calentar. Esa era mi manera de arrancar con la rutina”, cuenta mientras se pone las botas de goma altas hasta la cintura y se prepara para meterse en la laguna y completar un nuevo muestreo quincenal.
Mientras estuvo en España entabló nuevas amistades, conoció lugares increíbles, culturas, se enamoró, pero a los cinco años se cansó. Estar lejos dolía cada vez más: “Cuando me fui no sabía cuánto tiempo iba a quedarme. De repente, llegó un punto en el que me dije ‘ya está’. Tenía una experiencia muy positiva y seguir consiguiendo becas en Barcelona se complicaba porque son muchos los profesionales que quieren estar ahí y demasiada la competencia. Además, extrañaba mi país”. Los rumores de que el CONICET había vuelto a abrir sus puertas y de que el gobierno nacional tenía una clara intención de lograr que los científicos expatriados vuelvan al país habían cruzado el Atlántico y Fernando quiso probar suerte: se presentó para una beca posdoctoral de reinserción con sólo una condición, no tener que volver a Buenos Aires. Su infancia y adolescencia en San Justo lo habían marcado y, luego de pedalear sólo veinte minutos para llegar al trabajo, no tenía ganas de perder horas sentado en un colectivo. La respuesta llegó en dos meses y lo sorprendió. Había conseguido la beca y también el ingreso a carrera.
Después de trabajar en Tanzania, Zambia, Bélgica, en el Ártico a 15 grados bajo cero, en la Antártida, en Alemania, en República Checa y en Austria, Fernando ahora investiga en la sede de Chascomús del IIB-INTECH la trama trófica microbiana de las lagunas. Cada quince días, se mete en el agua para medir las variables físicas y químicas, y estudiar los microorganismos. También, junto a su equipo, forma parte del Proyecto Argentino de Monitoreo y Prospección de Ambientes Acuáticos (PAMPA2) del CONICET, del que participan muchas otras universidades e institutos de investigación nacionales y que estudia las lagunas de la región pampeana en un contexto de continuas modificaciones en las prácticas agrícolas para utilizarlas como indicadores de la salud del paisaje y centinelas del cambio climático.
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