A partir del incidente en la escuela de la Matanza, en la que una profesora discutió a los gritos de política con sus estudiantes, Silvia Grinberg, directora del LICH, reflexiona en torno a cómo construir espacios de enseñanza y roles docentes que habiliten espacios de debate vitales en las aulas.
El sistema escolar, la escuela que conocemos, por la que tanto peleamos, deseamos y nos enojamos se configuró al calor de aquellos largos siglos en que un filósofo como Kant proponía/soñaba con una sociedad que alcanzaría la mayoría de edad. En una de las columnas publicadas en periódico que más perduraron en la historia de la prensa, el filósofo alemán se preguntaba qué es la ilustración, y contestaba: “es la liberación del hombre de su culpable incapacidad… ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!” Cientos de años después de esa emblemática publicación la educación sigue siendo la institución más asociada a esa promesa.
En ese mismo siglo, algunos años antes Rousseau publicaba “Emilio”. Un texto en el que, entre tantas otras cosas, señalaba que la educación debía proteger a la infancia de una sociedad que no hacía más que corromperla. Por siglos hemos esperado que la escuela pueda volverse un lugar en el que algo de eso fuera posible: una institución que funcione como un espacio en que nuestros males no atraviesen sus paredes. Esperanzas que orientaron a autores como Sarmiento en la gesta de nuestro sistema educativo.
En el presente, seguimos pidiéndole a la escuela que mientras forma para aquello que entendemos son las necesidades y demandas de la sociedad se coloque por encima de ella; como si los debates, los modos diarios en que hacemos nuestra vida pudieran detenerse en sus puertas. Más allá de deseos y aspiraciones, ¿qué tiene de vigente la invitación que trae consigo el ¡sapere aude!? ¿En qué medida podemos pensar que una institución tan inscripta en los problemas del presente, pueda generar espacios para que aquel llamado kantiano tenga, aunque sea por un rato, lugar en sus aulas?
En la escuela se habla y se habló siempre de todo. Cualquier otra imagen puede resultar tierna, pero no condice con sus pasillos. En las escuelas se habla de política, de futbol, y en un país como el nuestro, seguramente, del dólar. Y de sexo, claro. “Los varones no lloran”, “compórtese como una señorita”: unas de las tantas formas en que la sexualidad era educada para convertir al varón en macho alfa y a las mujeres en niñas modositas.
Si algo ha ganado la escuela con la democracia fue haber ensanchado los temas sobre los que se puede hablar. En la escuela a la que fuimos muchos de los adultos que hoy somos, eso no era siquiera imaginable. Imperaba el miedo. El emblemático ombú del Parque Rivadavia en la Capital Federal se volvió tantas veces el lugar para hablar de política, a escondidas.
En la escena del video viral de la profesora es importante destacar algunas cosas. Ya no nos escondemos. En las aulas hay debate, los jóvenes emiten su opinión. Lejos de las imágenes y afirmaciones que pesan sobre los adolescentes como desinteresados, sin compromiso, preocupados por las drogas o las pantallas (más aún los/as del Conurbano que en los massmedia parecen portar todos los males), ello no parece ser tan real. Este año hemos visto sobradas escenas donde la juventud mantiene fresco su interés, preocupación y voluntad de crear e incidir en los asuntos públicos. Desde L-Gante hasta este último video de la profesora -en el que una acalorada discusión que se parece mucho a la que puede surgir en la mesa familiar del domingo -expresan esa enorme vitalidad.
La cuestión no es si se habla, o, si se debería hablar sino qué tiene ese espacio del aula de especial. No para ubicarse fuera del mundo, o para imaginar docentes probos/as que puedan quedar ajenos/as a la sociedad que vivimos y desde ese olimpo educar. Ni la escuela ni el olimpo están ajenos al amor, los celos, la ira o las revanchas. Alcanza con detenerse un poco a mirar la vida de las escuelas en este 2021 para encontrarnos con lo difícil que está siendo trabajar en grupo, volver a jugar sin golpearse, escuchar las opiniones de otros/as sin que se traduzca en batalla, enojarse sin agredirse y podríamos seguir. No se trata de algo nuevo de las aulas, pero la vuelta a la vida diaria luego de la pandemia y las horas de pantalla han puesto a estos temas como cuestiones nodales de la vida diaria de las escuelas. Nos recuerdan de su necesidad tanto como de su difícil tarea.
Más que sorprendernos, esta escena nos recuerda, espeja, los modos de discusión pública que construimos. En la tv o en redes todo puede ser dicho y de cualquier modo; agredir en las pantallas eleva la cotización de las acciones del rating o de los likes. Se vuelve el modo normal de la discusión.
¿Podemos detener, interrumpir y suspender, aunque por un rato esa catarata diaria para, mirar, escuchar, debatir? Quizá sea la pregunta de cara al sapere aude. ¿Qué hacemos con eso, con ese nosotres que entra cada vez que alguien cruza la puerta de una escuela que está ahí no para que la realidad no entre por sus poros? Todo lo contrario. Ensanchar nuestra capacidad de pensar y problematizar al mundo sigue siendo el principal desafío. ¿En qué medida el aula es un espacio para detenernos a pensar, a problematizar y producir pensamientos más complejos sobre él? ¿Qué adultos, qué docentes queremos ser?, sabiendo también que por suerte ese profesor/a que se paraba en la puerta del aula y nos decía “niñas, no hay que confundir libertad con libertinaje”, o “10 es Dios, yo soy 9 y ustedes de 8 para abajo”, cada vez camina menos por las escuelas.
El desafío no es evitar la discusión sino preguntarnos cómo construir espacios de enseñanza, roles docentes que nos aproximen a problematizar, conceptualizar y pensarnos de otros modos. En un mundo que exige desesperadamente desde sus entrañas más profundas ser cuestionado, todo esto se vuelve crucial. Es verdad, le pedimos demasiado a la escuela, quizá porque sigue siendo la mejor institución con que contamos para esta enorme proeza.
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Imagen: Telam