Dirección de Género y Diversidad Sexual
Docentes y alumnos: malabares a ambos lados de la pantalla. Lucía Vincent es Secretaria de Investigación de la Escuela de Economía y Negocios, docente e investigadora de la Escuela de Política y Gobierno, y madre de dos hijos en educación primaria.
“¡Quince días sin ir al cole y encerrados en casa! Imposible. Eso pensé hace un año a la salida de la escuela cuando la maestra de mi hijo Santi nos comunicó que se suspendían las clases por dos semanas por el coronavirus. Lo tomamos como una excepción, casi una aventura, y le pusimos onda: dormimos hasta más tarde, hicimos juegos nuevos, cocinamos cosas ricas y nos disfrazamos. Una verdadera fiesta.
Pero la excepción se fue transformando en una rutina cada vez más exigente. Y la fiesta se fue aguando. Las obligaciones se superpusieron: el trabajo de los grandes, las tareas de los chicos, las clases virtuales, la limpieza de la casa, las compras, la cocina. Todes haciendo todo, todo el tiempo. Y la imposibilidad de salir: la falta de libertad, el encierro, la incertidumbre, días y noches indiferenciables, las ganas de ver al resto de la familia, a las amigas, colegas y alumnos. La sensación de ahogo.
Así, la vida puertas adentro de repente se convirtió en una montaña rusa imparable: con momentos de complicidad, como cuando tratábamos de armar un decorado para salir bien en el Zoom o salimos juntos al parque por primera vez. Momentos de angustia: no pudimos velar a mi suegro ni viajar a compartir con la familia. Momentos de disfrute: veíamos películas y comíamos en el sillón en una suerte de, como lo bautizaron mis chicos, “programón coronavirus”.
Momentos de logros colectivos: en la UNSAM seguimos adelante y nos zambullimos en la virtualidad. Momentos de desborde: no nos daban los espacios en casa para tanta conexión a la vez. Momentos de una exigencia desmedida: mi hijo Juan estudiando para ingresar al secundario y los demás tratando de acompañarlo. Y momentos de aprendizaje: reflexionamos sobre nuestra vida juntos, nos dimos cuenta de que podíamos hacer las cosas cotidianas de otra manera, volvimos a recordar dónde está lo importante, nos descubrimos más unidos que nunca.
No hubo día del año pasado en el que Santi no me dijera: “mamá, yo quiero volver a la escuela”. Este año, volvimos. Diferentes. Y las sonrisas se adivinaban detrás del barbijo. ¿Una verdadera fiesta?”