UNSAM Edita

La ‘infinita acumulación de lo viejo’, lo innombrado, lo incomprensible

En el marco del III Congreso Internacional de Ciencias Humanas se presentó “Léxico crítico del futuro” (UNSAM EDITA), una obra colectiva y polifónica creada por más de cien investigadores e investigadoras de nuestro país y del extranjero y editada por Andrés Kozel, Marina Farinetti y Silvia Grinberg. Participaron del panel “Vocabulario de futuro: palabras e imágenes” los investigadores y autores Andrés Kozel, Flavia Costa, Francisco Naishtat, Ezequiel Gatto y Silvina Vidal. Compartimos el texto que presentó la investigadora y directora de Unsam Edita, Flavia Costa.

Por Flavia Costa (CONICET, UNSAM, UBA) 

  1. La ‘infinita acumulación de lo viejo’

Marina me invitó amablemente a reflexionar acerca de cuáles son las palabras para pensar los futuros emergentes en esta época. Inmediatamente recordé un texto que escribí en 2008, La técnica y el tiempo, donde abordaba los modos más habituales de concebir y habitar la dimensión del tiempo en nuestra así llamada “era de la técnica” (que es también, en buena medida, la era de la información, o la modernidad tecnológica). 

Identificaba allí tres interpretaciones habituales acerca de la inflexión que la tecnificación opera en nuestra percepción del tiempo. Son tres interpretaciones contrastantes y en apariencia contradictorias: en primer lugar la narrativa del progreso, que proyecta un futuro in-finito e in-finalizable; otra, crítica de la anterior, que denuncia la tiranía de cierto pasado que busca capturar el devenir en forma de probabilidades modulables y que intenta disponerlo como programa; en tercer lugar, la experiencia de un presente continuo y permanente, siempre igual a sí mismo: la “larga cancelación del futuro” de Mark Fisher. 

En efecto, a lo largo del siglo XX, la técnica y la infocomunicación contemporáneas fueron vistas como concretizaciones materiales de un modo de ser y aprehender el mundo que pretendió realizar una expansión autocreativa progresiva e incesante de la humanidad. La obra del hombre se ha vivenciado como despliegue de una potencia apropiadora de lo que existe como recurso a explotar y como campo de experimentación. 

Dentro de esta perspectiva, las diferencias entre culturas se leen como diferencias temporales, como si ciertas culturas habitaran en estadios previos que deberían “superar” hasta alcanzar el estadio más alto, representado por el Occidente (y ahora también el Oriente) industrializados. En este sentido, la dimensión del futuro aparece como la privilegiada, en la medida en que el pasado es un “ya no” –en el mejor de los casos, una memoria de la especie o de la cultura que se percibe como condición de posibilidad de la situación actual, pero cuya significación está agotada– y la condición presente es en cada momento un “no todavía”, un estado a perfeccionar, un borrador que requiere ajustes y correcciones permanentes. 

Contra esta idea se alzan las perspectivas críticas de este relato del progreso, desde donde se ha observado que este mismo modo de ser manifiesta una voluntad de capturar o neutralizar el futuro (Heidegger, Schmucler); es decir: una voluntad que se despliega, no a través de una apertura, sino de un cierre, a través de una proyección –programación que busca circunscribir lo que advendrá (sus dosis de azar, de indeterminación) a una idea o diseño previo, capturar el error, modular y mitigar la imprevisibilidad. 

La dimensión dominante aquí es la del pasado: el presente que habitamos es el resultado de una serie de mecanismos, de acciones y decisiones que nos parecen extremadamente difíciles de alterar, en la medida en que, en principio, desconocemos su funcionamiento: apenas tenemos una guía básica, un need to know que nos limitamos a aplicar, ahora en escala planetaria. 

Como decía Bergson, “se siente que se elige y se quiere, pero se elige algo impuesto y se quiere algo inevitable”. Muy cercana a esta percepción está la idea de un mundo-museo, de una vasta acumulación de cultura, una “infinita acumulación de lo viejo” (Agamben) en un archivo monstruoso pero que no nos da ninguna instrucción acerca de cómo salir de la Matrix y reencontrar la “verdadera vida”, con sus imponderables, que no son necesariamente catastróficos, sino vitales.

En tercer lugar, una tercera narrativa sostiene que las tecnologías que posibilitaron la transmisión de información en “tiempo real” (la toma directa de la TV o el streaming, la conexión instantánea de las redes informáticas) han hecho que la experiencia contemporánea del tiempo sea la de un “continuum”, un “presente permanente” (Hobsbawm, Mészáros) o “presente continuo” (Lachman), un “tiempo sin relación con el tiempo histórico”, un “tiempo mundial” (Virilio) que aplana las dimensiones del pasado y el futuro. Este presente continuo está plagado de historias y noticias, profecías y pronósticos, acontecimientos anunciados o referidos, pero la experiencia del tiempo es la de un “agotamiento por aceleración”: un falso-día inacabable 24/7. 

Esta primacía del “tiempo real” por sobre el “espacio real” divide el mundo entre una zona ultraveloz, donde todo “llega” sin espera, y otra zona lenta, pobre, en la que se vive en un tiempo diferido, entre promesas y postergaciones que no responden a cadenas de causas y efectos, sino que la esperanza reside en la “conexión”, el “enganche”, en “pegar una”.

  1. Lo innombrado 

Decíamos que, en verdad, esas tres percepciones coparticipan de una experiencia común que es altamente paradójica y que podríamos sintetizar así: 

  1. Por un lado, el accidente del tiempo. En una escala macro, en el de una relación “a nivel de la humanidad” entre sistemas técnicos, sistemas socioculturales y sistema biológico naturales, la velocidad es diferencia de potencia entre humanidad y máquina. La velocidad (la capacidad y velocidad de cómputo) expresa la puesta en acto de un potencial inhumano (o más que humano) que se manifiesta como diferencia de ritmos entre ser vivo humano y ser inorgánico organizado (técnico). Las generaciones de humanos empezamos todo de cero cada 15 o 20 años; mientras que las máquinas llamadas “inteligentes” simplemente aprenden todas juntas y avanzan. El “accidente del tiempo” del que hablaba Virilio es, hoy, el accidente de la transmisión.
  2. En segundo lugar, una aporía específica que emerge por motivos históricos y de organización social: el acople, la convergencia entre el desarrollo de las nuevas tendencias técnicas (las biotecnologías, la informática y las redes de infocomunicación, el sistema DAP [datos, algoritmos, plataformas, como lo llamamos con Pablo Manolo Rodríguez], las nuevas IA) con el complejo económico industrial. 

Cuando el principal dinamizador de la aceleración del avance estructural de la técnica es la puesta de la información en el lugar de materia prima y mercancía, ya no se trata solo de ese accidente originario (el accidente del tiempo), sino de un accidente de segundo orden: en tanto que lo “técnico” y lo “humano” son concebidos como información, y su elaboración-transmisión-recepción en “tiempo real” está orientada a la rentabilidad calculable (por ejemplo, a la expansión de audiencias y, a la vez, a la distribución inequitativa de la información, ya que el valor de la información está dado por el hecho de que algunos posean determinadas informaciones antes que otros), esto afecta la estructura misma del acontecimiento. 

Dado que lo por venir indeterminado se intenta anticipar según criterios de beneficio a corto plazo, la necesidad de acelerar el tiempo en el que se obtienen los beneficios es uno de los efectos paradojales de la tendencia del sistema técnico-industrial, ya que el incremento en la velocidad en que se realizan los procesos técnicos (en muchos casos, por fuera de la capacidad de control de agentes humanos) trae aparejados sistemas más abiertos pero más inestables y por ende un incremento en los riesgos de accidentes. Y esto abre un nuevo ciclo, en el que estamos hoy: la necesidad de anticiparse a esos riesgos difíciles de calcular, la sensación de urgencia, llevar a acelerar aún más el proceso y esto provoca a su vez nuevos riesgos, nuevos “incalculables”. 

Si bien el horizonte de expectativa que se abre en la percepción progresiva y progresista del tiempo subsiste en cierta sensibilidad general de la época (sobre todo en la creencia acerca de que la ciencia y la técnica resolverán los problemas que ellas mismas generan), se choca cada vez más de cerca con la dificultad para comprender la dinámica propia del sistema técnico como sistema que está en relación co-constituyente con el sistema sociocultural, por lo que toda nueva “técnica” inaugura también un nuevo “humano”. Es a esto a lo que no sabemos nombrar todavía. Entonces, ¿cuáles son los términos para esto innombrado?

Muy posiblemente nos encontremos ante un núcleo de experiencias y saberes que nuestras instituciones representan, y que se están volviendo cada vez menos hacedores de mundo, menos resonantes; que nuestros colegas, nuestros estudiantes, nuestros oponentes, consideran (con diferentes niveles de razón), un “lastre”. Para nosotros mismos, estos términos deberían ser conceptos operativos. 

Por el momento, la tradición heredada nos dice que sus términos son insuficientes (lo innombrado), pero nos transmite la experiencia de una posibilidad de apertura hacia ese nuevo humano, esa nueva humanidad que se ha abierto y que nos arrastra con ella. 

“Resonancia crítica” llamo yo a esa actitud de escucha atenta, serena, a la propia época. Crítica, sí, pero también resonante. Una crítica que no busque como sea contar la historia del desarrollo de lo mismo, sino que indague en la herida abierta por esta imprevisibilidad, por la potencia dislocadora de esta diferenciación acelerada, así como en las diferentes modos de aparición de las potencias de no, la capacidades que podemos ejercer para limitar de alguna manera esta tendencia arrolladora a la mutación.

  1. Finalmente, lo incomprensible

Permítanme para terminar hacer una pequeña digresión. En un texto escrito en el año 2000,  el escritor César Aira decía que los niños viven en un mundo de sobreentendidos. En el estadio infantil del lenguaje, y del mundo, dice Aira, la lengua que el niño habla es la lengua universal y perfecta con la que puede hacerse entender, y realmente lo entienden, porque todavía no hay extraños. Ese mundo es transparente. Pero el paso del tiempo, el desplazamiento en el espacio, la traducción a otras lenguas, a otros mundos, abre a los libros a un viaje hacia lo no comprensible. El barco que los transporta es el malentendido. Para un argentino, dice Aira, pensar que un cubano crea entender a Borges o a Roberto Arlt suena tan irrisorio como debe sonar para un cubano la pretensión de un argentino de entender a Lezama Lima. 

Para Aira el mundo histórico social es el reino del malentendido, que no por esto es necesariamente negativo: para él, el malentendido es lo que permite “hacer avanzar el tiempo, engendrar más malentendidos, multiplicarlos y hacerlos más eficaces, hacer de ellos verdades que sirvan para vivir y crear”.

Un libro como el Léxico que estamos presentando aquí se propone la difícil y saludable tarea de, por un lado, hacernos salir del sobreentendido, suponer que ya sabemos cómo nombrar lo que es. Cada una de sus entradas intenta explicitar los nombres que se nos ocurren para nombrar la mutación en marcha, buscando disipar de este modo algunos de los malentendidos que sí son evitables, los que obliteran más que fecundan la posibilidad de pensamiento y creación. 

Los autores, cada uno en relativamente pocas páginas, logra articular conceptos emergentes y definir categorías que son precarias pero valientes, ya que se proponen como guías para orientarnos en el océano de lo malentendido-innombrable. Chtuluceno, futuro ancestral, desterritorialización absoluta, Ubuntu, extinción, melancolía. Podríamos imaginar próximas entradas: amor, terraformación de la tierra, aplanamiento, densidad dispersa, escalas. 

Hay algo más, quizá incluso más importante. Al final de su texto, Aira escribe:  “El niño vive en el sobreentendido; el adulto en el malentendido. Pero debería haber algo más que esos dos viejos estadios biológicos y sociales. Quizá lo hay, y en ese caso yo le daría por nombre ‘lo nuevo’. O por el momento, lo incomprensible”.

Creo que la verdadera apuesta en este libro es apuntar, con esa misma claridad erudita que recién mencionaba, hacia lo profundamente novedoso, y por eso mismo relativamente oscuro, todavía incomprensible, del trabajo que el tiempo está haciendo con nosotros, los habitantes de esta tierra.

Tengo para mí que la cantera de pensamiento que este libro nos trae es inmensa justo por esto: porque estamos frente a algo del orden de lo nuevo, de lo que está por explorar, de lo -ojalá que no para siempre- incomprensible que la época lega al pensamiento. Para guiarnos en ese viaje, este Léxico crítico del futuro cartografía cuidadosamente algunos de sus contornos, para que podamos navegar con algunas incertidumbres menos. A cada uno de los autores, a los tres editores y a todos ustedes, muchas gracias.

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Nota actualizada el 11 de diciembre de 2024

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