Manuel Reyes Mate: “No podemos pensar la política sin la memoria de las víctimas”

El filósofo español participó del Simposio Internacional Walter Benjamin: Ilustración y secularización, coorganizado por la Escuela de Humanidades. En diálogo con Luciana Serrano, del IDAES, habla del capitalismo como religión, la idea profana de felicidad, y la relación dicotómica entre historia y memoria.

Por Luciana Serrano.

 

Filósofo doctorado por la Universidad de Münster, Alemania, y por la Universidad Autónoma de Madrid, Manuel Reyes Mate se ha dedicado a investigar la dimensión política de la razón, la historia, la memoria y, en particular, el papel de la filosofía después del Holocausto y Auschwitz. Es autor de una decena de libros y ensayos, entre otros, La razón de los vencidos (1991), Heidegger y el Judaísmo (1998), Memorias de Auschwitz (2007), Justicia de las víctimas. Terrorismo, memoria, reconciliación (2008) y La herencia del olvido (2008), por el que le fue concedido el Premio Nacional de Ensayo en España. Actualmente, es investigador principal del proyecto La filosofía después del Holocausto. En marzo visitó la Argentina para participar del Simposio Internacional Walter Benjamin: Ilustración y secularización, que tuvo sede en la Universidad Nacional de San Martín con la presencia de la profesora alemana Sigrid Weigel (ver recuadro).

-¿Cuál es la actualidad del pensamiento de Walter Benjamin?

-Hay aspectos trasnochados, pero en este encuentro yo hablé de un aspecto muy actual sobre un texto que escribió hace casi un siglo, en 1921, y que se titula El capitalismo como religión. Él sabía que se habían asociado mucho la política y el capitalismo con la religión, y creo que el análisis de la fe y del capitalismo tiene hoy una vigencia extraordinaria. Max Weber decía que el origen del capitalismo era el mundo protestante, la cultura calvinista. Sabemos por los neoconservadores americanos de los años 50 la importancia que tenía descubrir el aspecto religioso o ético del capitalismo para evitar su fracaso. Benjamin va más lejos y dice que el capitalismo es religión. En un momento sostiene: “Los billetes de banco tienen la misma función social que antes las estampitas de santos, las nuevas iglesias son los bancos, el nuevo Dios es el dinero”. Es una comparación, ¿no? Pero no, para Benjamin el capitalismo es una religión.

-¿En qué consiste el capitalismo como religión?

-Benjamin dice que se trata de una religión muy especial, porque no tiene contenidos, nada más gestos. ¿En qué cree el capitalismo? En latín, para explicar lo que se cree de una religión se dice creditum, y aquello en lo que cree el capitalismo es en el crédito: la confianza que le damos a un billete que alguien tiene porque se lo han prestado, por ejemplo, y la confianza que tiene el que lo presta de que quien lo recibe se lo va a devolver. A su vez, el que recibe el dinero cree que con eso podrá comprar, porque el que vende cree. El capitalismo por tanto funciona como una fe, pero fe en la fe, fe en el crédito, en el dinero. Pero esta religión sólo cree en el dinero para multiplicarlo. La segunda característica es que eso es imparable: nadie puede vivir ya sin crédito, ni una empresa ni una persona. Y la tercera es que lo que hay detrás de todo este funcionamiento del capitalismo es la producción de la deuda y de la culpa. En alemán la misma palabra significa endeudamiento y culpa (schuld). Lo que busca esta religión, el capitalismo, no es satisfacer las necesidades de estas personas, no es realizarlas, no es su bien o bienestar; es culpabilizarlas a través del endeudamiento. El que presta dinero sabe que aquel que tiene su dinero depende de él -es un esclavo-, y eso lo convierte en una especie de asesino en potencia: puede liquidar al otro, puede exterminarlo.

-¿Y cómo opera esto de culpabilizar al que pide crédito?

-Bueno, también culpabiliza al que no tiene dinero, al pobre, porque si aquí lo importante para realizarse es el dinero, el que no lo tiene es un condenado. También culpabiliza -dice Benjamin- al propio Dios, porque ha creado una cultura según la cual la riqueza es símbolo de la salvación. Esto es el calvinismo: el que genera riqueza tiene una señal de que es un predestinado, entonces Dios es culpable por condenar de esa manera al que no tiene. En definitiva, el capitalismo es una religión en el sentido de que sólo cree en el dinero, pero ese dinero no produce felicidad sino desgracia. Porque sólo circula provocando deudas como préstamo y, por tanto, como interés y, por tanto, como endeudamiento. De ahí, la infelicidad del sistema. A mí estas ideas de hace un siglo me parecen de una enorme actualidad.

-Usted ubica a Benjamin como un crítico de la religión, en una reconstrucción que se remonta a Marx. ¿Podría sintetizar esa tesis?

-Sí, yo tengo mucho interés en situar a Benjamin en el contexto de Marx. Hoy se habla en todo el mundo de “la vuelta de Marx”. En los años 90, después de la caída del muro de Berlín, se hablaba del final del marxismo en su versión política (comunista), pero ahora se vuelve a escuchar que “Marx vuelve”.  Y la pregunta es: ¿cómo puede volver Marx? No puede volver como un filósofo olvidado, porque él siempre dijo que las ideas había que valorarlas por su eficacia política, por su praxis. En su libro Los espectros de Marx, Jacques Derrida dice que puede volver como un espectro -como alguien muerto, como alguien fracasado- pero que está demostrando que hay algo que sobrevive al cadáver, hay algo vivo. Y yo creo que lo que sobrevive a Marx es una forma de pensar que tiene mucho que ver con la religión, con su crítica de la religión, que atraviesa toda la obra y está guiada siempre por dos ideas, por dos tesis. Una es que la religión es ideología, es decir, que es la expresión de la miseria real. En ese sentido, lo que tenemos que hacer si queremos combatir la religión es combatir la realidad, porque una vez que desaparezca la miseria real la gente dejará de soñar mundos donde proyecta lo que no tiene. Pero al mismo tiempo, dice siempre él, la crítica de la religión es el principio de toda crítica.

-Recuerdo un artículo suyo en el que decía que Auschwitz fue un intento de olvidar y que, por eso, hay una obligación de hacer memoria. ¿Cómo es esa dicotomía entre memoria e historia?

-Genocidios ha habido muchos en la historia, pero lo que hace tan diferente y tan singular al Holocausto judío es que fue un proyecto de olvido, diseñado desde el principio para que no quede nada físico. Todos los judíos debían ser asesinados pero además no tenían que quedar rastros de ellos. Por eso junto a los hornos crematorios había unos molinos, para convertir en polvo los huesos que sobraban y aventarlos. La obligación que tenemos los nacidos después de Auschwitz es la memoria. Es la forma de decir que Hitler fue vencido, porque el fascismo llevaba consigo el proyecto de que nadie recordara ni le diera importancia a lo que había ocurrido; de que se construyera la realidad sobre esa monstruosidad. Eso es lo que llamamos la invisibilización de la barbarie. Por eso la memoria se convierte en una categoría fundamental para pensar nuestro tiempo: ya no podemos pensar la política sin la memoria de las propias víctimas. También hay que repensar la ética teniendo en cuenta este deber de memoria, porque si algo caracteriza a las éticas modernas es creer que ser bueno consiste en tener buena conciencia. Es decir, ser fieles a nuestros propios dictados. Los nazis eran, en ese sentido, muy auténticos y fieles a su conciencia. Por eso podían matar y al mismo tiempo leer poesía y tocar el piano. Pero eso se ha acabado, la ética no puede consistir en ser fieles a nuestra conciencia sino en dejarse interpelar por el sufrimiento del otro. Esto debería dar origen a nuevas éticas, a nuevas políticas, a nuevas artes y a nuevas estéticas.

-Me recuerda el debate que tuvo con Tzvetan Todorov, que decía que la memoria planteada por organizaciones como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, H.I.J.O.S, o el Estado argentino es subjetiva y falible, mientras que en la historia está “la” verdad.

-Yo no estoy para nada de acuerdo con esa idea de que el conocimiento riguroso del pasado es la historia y la memoria sería como una especie de vivencia subjetiva, personal, apolítica. Yo creo que eso es lo que nos quieren hacer creer los historiadores. Para mí está mucho más en la verdad Gabriel García Márquez cuando en Cien años de soledad explica lo que es la memoria: recuerda el origen de lo que es el nuevo mundo, Macondo, cuyos habitantes nacen con una enfermedad, la peste del olvido. Eso es lo que significa cuando llega el conquistador y les dice: “Estáis en la prehistoria y si queréis entrar en la Historia tenéis que abandonar vuestras raíces, olvidar quién sois e incorporaros a la Historia en la que nosotros estamos”. Eso para García Márquez es la peste del olvido, el principio de todos los males, de la generación de los “Buendía”. La historia es una construcción de la realidad creada por el dominador y, por eso, en Los funerales de la mamá grande dice: “Vamos a agarrar unos taburetes, sentarnos a la puerta de la casa y contar realmente lo que ocurrió antes de que llegaran los historiadores”. Aquí aparece muy claro que la memoria puede decir más verdad que la historia; porque la historia construye un relato en función del vencedor, mientras que la memoria puede ser la expresión de la realidad de los oprimidos.

-Y en el caso de países como España o Argentina, ¿cómo puede tramitarse esta relación con pasados tan traumáticos de manera que sirva no sólo a la historia sino a la justicia y a la verdad?

-Lo que está claro es que nada se gana olvidando, ¿no? Y España es un buen ejemplo: recurrió al olvido para lo que llamamos la transición política de la dictadura a la democracia. Pero nadie en ese momento olvidaba nada: los republicanos sabían perfectamente lo que había ocurrido y los franquistas también, pero se pusieron de acuerdo para no darle importancia al pasado. Bueno, pues hoy hablamos del pasado más que nunca y todos los problemas que no se quisieron resolver siguen sobre la mesa. En el debate en Colombia entre el Gobierno y las FARC se dice “o paz o justicia”, mala suerte: si el precio de la paz es la justicia, es una paz inestable. Porque si basta dejar de matar para que todo se olvide –como proponen las FARC-, ¿qué impide volver a las armas mañana? Así se ha hecho la historia. Lo que llamamos la paz de la historia son treguas entre guerras. Y es porque nunca se ha tomado en serio la memoria de las víctimas, la justicia, a las víctimas. Por eso creo que estamos condenados a enfrentarnos al pasado y a hacer justicia. Justicia significa reparar lo reparable y hacer memoria de lo irreparable. Pero no olvido, nunca olvido.