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Lo que (de verdad) sucede en las escuelas argentinas. Un análisis de Silvia Grinberg

La directora del Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas de la Escuela de Humanidades de la UNSAM reflexiona sobre el lugar que hoy ocupa la escuela y formula algunas propuestas para encarar los próximos desafíos educativos. “La pregunta es si seremos capaces de construir lo común de otro modo”, dispara.

Por Silvia Grinberg

1. Lxs alumnxs van a la escuela a aprender

Muchxs son los que comen allí. Para algunxs es una comida más; para otrxs, quizá la más fuerte. Hasta la pandemia, cada vez más estudiantes almorzaban en la escuela porque también cada vez hay más servicios de jornada completa. Pero nadie va a la escuela a comer.

Esto me lo dejó muy claro una alumna en un patio escolar del área del Reconquista, quien ante mi pregunta de para qué iba a la escuela, me miró desconcertada y me dijo: “a aprender”. Ese día entendí que, más allá de lo que solemos pensar sobre la escuela, en la realidad escapa. Patios, pasillos y aulas ocurren entre la voluntad de aprender y enseñar.

Claro que en las instituciones educativas pasan otras cosas, hacemos amigxs que quizá nos acompañen toda la vida, nos enamoramos por primera vez, nos peleamos y entendemos la necesidad de convivir, aceptar, respetar. Es la única institución que nos saca de nuestro yo, de nuestro aislamiento. En la pandemia lo sentimos a flor de piel. En la escuela nos encontramos con otrxs, escuchamos otros tonos de voz, nos topamos con olores, colores, cuerpos. En suma, sabemos de la existencia de lxs otrxs.

Todo ello conforma esa voluntad de aprender que, de modos diversos, ocurre y se hace a diario en las escuelas.

2. Lxs docentes apuestan a su tarea esperando que tenga un efecto de vida positivo en sus estudiantes y en la sociedad

Preguntarle a un/a estudiante o docente en ejercicio por qué eligió esa carrera es encontrarse con respuestas que involucran aspectos ligados a lo que ocurre con muchas otras profesiones. Pero con la docencia siempre hay un plus: la educación funciona como promesa de futuro. Todos lxs docentes tenemos alguna idea acerca de los efectos positivos que esperamos tenga nuestra tarea. Si no fuera así, las familias no llevarían a sus hijxs a la escuela y lxs docentes no podríamos pararnos en las aulas o frente a las pantallas para enseñar. Muchas otras profesiones tienen algo de eso, pero la docencia lo lleva en su ADN. Quizá por eso es uno de los colectivos que más tiempo destina fuera de horario para trabajar y capacitarse.

No hay tarea educativa que pueda construirse sin esa promesa. Por eso esperamos tanto de ella y por eso nunca alcanza.

 

3. La tarea docente es tan maravillosa como agobiante

Esa promesa y esperanza depositada en la tarea de educar hace que sea tan maravillosa como agobiante. Sobre ella pesa mucha responsabilidad. Esa es la parte maravillosa. La relación ética que se construye en el vínculo entre docentes y estudiantes es la potencia que la educación trae consigo. Sin ella no hay escuela y, gracias a ella, pisamos cotidianamente las aulas esperando que mañana sea mejor que hoy.

Sobre esa responsabilidad también recae el agobio que trae sentir que no se llega, que estamos lejos. Los docentes solemos sentir cada tanto que lo que hacemos no va hacia ningún lado y, otras tantas veces más, nos encontramos con las producciones de nuestros estudiantes y sentimos ese orgullo que hace que todo vuelva a valer la pena.

En asentamientos y villas esto funciona del mismo modo e incluso potenciado. Ni profesores ni estudiantes tienen menos esperanza. Probablemente, todo lo contrario. Más allá de todo prejuicio, de lo que hemos dado por sentado sobre familias y estudiantes de asentamientos —las familias somos agobiantes sin discriminar nivel socioeconómico, género, ni edad—, la apuesta por la escuela es diaria.

Lo que agobia en los patios del Reconquista es la completa fragilidad en que se desarrolla la tarea de enseñar y aprender. Escuelas con infraestructuras precarizadas que comparten todas las precariedades del barrio: si enchufan la fotocopiadora salta la térmica y todo el barrio se queda sin luz —ni hablar la impresora 3D, que es una obra de ingeniería hacer que funcione—; el picaporte es uno de los bienes más preciados, la falta de mantenimiento hace que en un determinado momento del año solo haya uno para abrir y cerrar todas las puertas de las aulas e, incluso, de los baños.

Directorxs y docentes se vuelven gestorxs cotidianxs de esas precariedades en la forma de “lo atamos con alambre” o del insistir hasta al cansancio para que los bancos lleguen a la escuela, haya donaciones para pintar las paredes o, sencillamente, tener tizas para escribir en el pizarrón.

 

4. La precariedad cotidiana, esa vieja normalidad

Es entre los hilos de esas precariedades, de esta vieja normalidad, donde se juega cotidianamente la desigualdad educativa y vuelve la tarea docente una misión imposible. Los esfuerzos son muchos y los resultados siempre se sienten como un paso atrás. Se sienten, pero no lo son. Sin esa gesta cotidiana, la escuela sencillamente no sería posible. Es ella la que hace y sostiene la escolarización. Sin embargo, debemos cuidarnos de romantizar esa tarea porque, si lo hiciéramos, no haríamos más que banalizarla.

La vida de las escuelas no debería depender de esa gesta, de equipos docentes que se vuelven superhéroes. No hay superhéroe que pueda ser docente, plomero, recaudador de fondos, psicólogo, etc. La desigualdad se hace, produce y reproduce en la gestión de la precariedad. Una vieja normalidad con la que estamos construyendo la nueva.

 

5. Lxs alumnxs valoran ser enseñados

Luego de casi 20 años de investigación educativa en escuelas, una realidad se repite —incluso en estos días de pandemia—: lxs estudiantes valoran que les enseñen. A la hora de elegir las cualidades de lxs docentes que más les gustan, combinan la buena onda y la capacidad de enseñar. Esto, sin distinción de sector social. “Me gusta la profe de filosofía porque nos hace pensar”, nos decía una alumna.

En los últimos años, un oxímoron adquirió estatus de verdad en nuestras sociedades: aquel que dice que, en la sociedad del conocimiento, no hace falta enseñar. Si algo aprendimos este año es que en las redes hay información, pero hacen falta maestrxs que enseñen, que conviertan esos bytes en saberes, pensamiento. Las redes están llenas de personas doctoradas en opinología. Los tutoriales son muy buenos para hacer una torta, pero para comprender los procesos químicos que están ocurriendo en esa tarea hace falta un docente. Son las escuelas y sus maestrxs los que deben devolver el conocimiento a su lugar.

Lxs estudiantes y lxs docentes saben esto y no se creen tan fácil lo del docente coach. Por suerte, porque sino, como decía Arendt, cada generación tendría que comenzar siempre de cero.

 

6. La escuela es prioridad para los sectores populares

Las familias caminan como mínimo 15 cuadras para llevar a sus hijxs a la escuela que creen buena. Encontrar una escuela en la que unx se siente cómodo no es tarea sencilla para ninguna familia. Tampoco para los sectores populares. La preocupación e insistencia por la educación es de lo más frecuente. Las mesas barriales están llenas de organizaciones que desarrollan actividades para la población infantil y adolescente. Bibliotecas que son resultados de esa gesta heroica, madres que se organizan y ponen escuelas infantiles porque en el barrio no hay. Podríamos seguir.

Claro que lo primero es comer, no hay duda. Pero pensar que los sectores populares van a la escuela a comer o que la educación no es prioritaria es parte de la estigmatización más banal que opera como verdad y confirma la precariedad de las escuelas en asentamientos y villas. Como no es prioridad, no presionan por una educación mejor. Pero esto no es así.

 

7. Las escuelas de los asentamientos se construyeron gracias a la lucha mancomunada de familias, docentes y organizaciones barriales

Gran parte de las escuelas que están en los asentamientos se crearon entre fines de los ochenta y principios de los noventa del siglo pasado. Todas portan una historia similar. Son el resultado del crecimiento exponencial de esos barrios y de las acaloradas luchas que dieron lugar a su construcción. Abundan relatos de maestros, madres y padres sobre las múltiples acciones que tuvieron lugar para que se construyeran esas escuelas. Alguna empezó a funcionar en el patio de la casa de un vecino.

La construcción de esos edificios implicó múltiples mejoras para los barrios. El agua potable llegó a la escuela y, desde ese caño maestro, los vecinos distribuían con mangueras a las casas del barrio. No hay tal cosa como la ruptura del lazo familia-escuela. No puede haberlo: la suerte de una y otra están selladas.

“La verdad es que estoy emocionada. Ustedes saben que pasamos muchas cosas juntos… El año que viene va a ser lindo, vamos a ir por más. Ustedes saben que, ante un problema, buscamos una solución. Siempre arriba, que para bajar hay tiempo”. Con estas palabras, Liliana —profesora de una escuela secundaria del área del Reconquista— abría hace unos años el acto de entrega de diplomas a su primer grupo de egresadxs. Hablaba en plural a sus compañerxs, a las familias, a lxs estudiantes y al barrio, y todos asentían. En los barrios, lo que sobra es resiliencia, lo que sobra es levantarse una y mil veces y seguir. Pero eso no los hace lugares ideales de vida, les devuelve algo de criterio de realidad a una vida cotidiana que para todo tiene que gritar muy fuerte.

8. Las escuelas de ahora son mucho más abiertas y democráticas que las de antes

Tenemos la fantasía de que todo tiempo pasado fue mejor, que las escuelas de antes eran mejores. Sin embargo, no hace falta estar mucho tiempo en un aula para encontrar que el aire que se respira es más abierto. Lxs alumnxs participan; si no entienden, preguntan. Ya no tienen miedo de equivocarse.

Todas las escuelas son públicas y lo que allí se enseña es resultado del acuerdo y también —como ocurre con toda cosa pública— de las disputas. En las escuelas de gestión privada, lxs docentes son seleccionados de acuerdo con los proyectos de las instituciones. Las familias lo saben y en virtud de eso deciden la escuela. En el caso de las escuelas de gestión estatal se accede a los cargos por concurso público. Por lo tanto, es imposible que todxs lxs docentes piensen del mismo modo. En las escuelas, no queda otra que convivir con quienes no acuerdan con unx. Lxs docentes tienen sus posiciones políticas, pero no todxs tienen la misma. Eso hace a la democracia. Lo que comparten es la promesa de futuro, ese ADN.

No hay nada nuevo aquí. Sin embargo, siempre caemos en la tentación de creer que antes era de otro modo y mejor. Una breve revisión de la historia de los sistemas educativos nos recuerda que nacieron y han sido objeto de múltiples pujas respecto de qué enseñar y quién está autorizadx para hacerlo.

Las escuelas de hoy son mucho más diversas que la de antaño. Por lo menos hoy ya no podemos sostener aquel ideal de nación que nacía al calor de la familia tipo, con un padre blanco y europeo. En las escuelas de hoy, la mamá ya no amasa la masa.

 

9. Más estudiantes se escolarizan (por lo menos, hasta la pandemia)

En los últimos decenios, hemos visto masificarse primero la primaria y luego el nivel secundario. Lxs estudiantes pasan cada vez más tiempo en el sistema educativo. Muchos abandonan, pero después vuelven. En los sectores medios, eso ocurre en especial con los estudios universitarios.

Para los sectores populares, la escuela suele ser una deuda pendiente. Si no consiguen terminar en la primera vuelta, volverán una y tantas veces como sea necesario para conseguir sus títulos. De ahí la emoción y orgullo que se observa en la entrega de diplomas de un programa como FINES. Quienes llegan a esa instancia, recorrieron mucho camino, dieron muchas vueltas, le pusieron mucho empeño.

La alta fluctuación y circulación de la matrícula que caracteriza al sistema educativo de los últimos años tiene múltiples explicaciones, pero no deja de ser parte de un sistema educativo en expansión que, de ningún modo, es privativo de la realidad argentina. Desde ya, le toca a la política educativa de este país ocuparse de ello.

 

10. La escuela siempre está ahí

A la escuela siempre se puede volver, porque siempre está ahí. Nuestros proyectos de vida están atados a la educación.

Sentenciamos la crisis de la educación porque no se adecúa a las necesidades del presente, porque no brinda las herramientas para encontrar trabajo (como si la escuela pudiera resolver años y años de desempleo estructural). Le pedimos que forme sujetxs críticxs, capaces de cambiar el mundo, tolerantes y abiertxs a la diferencia. Ello cuando vivimos en sociedades que cada vez se cierran más sobre sí mismas, que se vuelven incapaces de sentir algo de empatía por  la fragilidad de la vida de lxs tantxs otrxs.  Le pedimos a la escuela que resuelva la inseguridad, el desempleo, la intolerancia, la desidia y la apatía, la degradación ambiental, entre tantas otras cosas. Les decimos a lxs docentes que lo que hacen está mal y a lxs jóvenes les reprochamos la falta de un supuesto compromiso que, parece, alguna vez tuvimos y ellxs no. Esperamos que la escuela y lxs jóvenes resuelvan los problemas que creamos como sociedad.

La pregunta que se abre como desafío es si podremos invertir lo términos de cómo pensamos la educación. Si podremos detener nuestra mirada en lo que efectivamente hacen las escuelas y en cómo fortalecer las paredes de una institución que hace décadas está siendo horadada. Si podremos ocuparnos de lo hecho intempestivamente a lo largo de este último año. Hablar en nombre de la escuela y no solo sobre ella se vuelve indispensable.

Algunas puntas a modo de retos para los debates y políticas por venir:

  • Poner en su justo lugar la tarea de enseñar, entender la complejidad que se tiene entre manos: el reservorio de lo que está en el mundo, la transmisión de las lenguas que hablamos, de las culturas que habitamos. El mundo se dirige precipitadamente hacia la uniformidad. Enseñar es volverse garante de que algo de esa diversidad perdure: ¿Qué vamos a conservar, qué lenguas, libros, bosques? En medio de tanto incendio, ¿qué mundo vamos a dejar? Las redes no pueden realizar esta tarea, no lo van a hacer, las plataformas tampoco. No se trata de oponerse al mundo digital, sino de preguntarse por la formación y el lugar que tiene la escuela en la producción de una infraestructura capaz de producir lo común.
  • Construir una infraestructura común requiere de la virtualidad y de los ladrillos. En esta vuelta a los grupos burbuja respiramos la centralidad de la escuela, la emoción de un encuentro que no ocurre mediado por las tecnologías. Pero también hemos aprendido que las pantallas pueden ayudarnos. Construir esa infraestructura y garantizar su distribución igualitaria, es sin duda una cuestión de justicia social, pero también la posibilidad misma de la vida social. Si queremos evitar vivir en una sociedad de fóbicos, necesitamos de las escuela y, por lo tanto, fortalecer su infraestructura.
  • La escuela es el lugar donde aprendemos al otrx y lo otro. Este ha sido uno de los ejes de la conformación de los sistemas educativos. Una forma de ocuparse de ello se volvió homogeneización de diferencias, valorización de algunas culturas y negación de otras. La pregunta es si seremos capaces de construir lo común de otro modo. En principio, cabe decir que no nos queda otra. El reto que tenemos como sociedad y la pregunta que tendremos que hacer a las políticas es en qué medida contribuimos a fortalecer y mejorar el hacer diario de las escuelas, lxs docentes y lxs alumnxs. Porque si no lo hacemos ahora, ¿cuándo? Y si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?

Nota actualizada el 24 de noviembre de 2020

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