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Quino y “su” Mafalda, “nuestra” Mafalda

Murió Quino, uno de los humoristas gráficos más importantes de la historia argentina y universal. Isabela Cosse, investigadora del Instituto de Altos Estudios Sociales de la UNSAM y autora de Mafalda: Historia social y política (2014), analiza la vigencia del personaje que trascendió su tiempo para revolucionar el mundo de la historieta con su mirada libertaria y humanista.

Por Isabella Cosse,  investigadora UBA-CONICET, profesora IDAES-UNSAM y autora de Mafalda: Historia social y política (FCE, 2014)

“Me siento mal de dejarla solita en esa esquina”, explicó Quino a la prensa. Acababa de inaugurarse la escultura de Mafalda en San Telmo y su creador no se decidía a irse. Era una mañana fría y lluviosa de agosto, pero lo rodeaba un tumulto de amigos, periodistas, autoridades y vecinos, incluso algunos con carteles que saludaban desde el balcón. Quino parecía emocionado y desconcertado. Cuarenta años atrás, nunca hubiera imaginado que volvería a esa esquina porque los vecinos habían pedido (y habían logrado) que “Mafaldita” se quedara para siempre sentada en esa esquina, a las puertas del apartamento en el cual había comenzado su vida con Alicia, su esposa, esa química inteligente, con carácter, su cabeza estratégica, su compañera por siempre.

Esa mañana de 2009, Mafalda —un personaje con enorme significación dentro y fuera de la Argentina— quedó instalada, tomó cuerpo, simbólicamente, en el centro neurálgico y turístico de la Ciudad de Buenos Aires. Enseguida comenzaron a llegar nuevos pedidos para replicar la estatua — así como llegaban constantemente consultas para usar la tira en libros de texto dentro y fuera de la Argentina, en carteles de pequeños negocios, en afiches de organizaciones feministas—. Por supuesto, son muchos más los que sienten que Mafalda y sus personajes les pertenecen. ¿Qué mejor que Mafalda para un libro de recetas de sopas ecuatorianas? ¿Cómo no usarla para reírse de los “bastones de abollar ideologías” enfrentados por los estudiantes chilenos o valencianos? ¿Por qué no darle vida en una obra teatral a las ideas de esa “niña rebelde” en los barrios populares de la ciudad de México?

Quino fue consciente muy rápidamente de que su creación no le pertenecía del todo, que tenía vida propia. Un eslabón decisivo en la construcción de esa autonomía se remontaba al día del golpe de Estado de Onganía en 1966. Ese día, los lectores del diario El Mundo —donde Quino publicaba la tira— vieron una Mafalda con cara acongojada que lanzaba un cuestionamiento: “Entonces, ESO, que me enseñaron en la escuela”. La composición contenía un guiño para todos los que sabían —e incluso habían padecido la “educación democrática” incorporada por la Revolución Libertadora a los programas escolares— que sus contenidos machaconamente repetidos estaban en las antípodas de la realidad política argentina (con el peronismo proscripto, las constantes presiones y golpes militares, el crescendo de la censura). En el contexto en el que el golpe de Estado fue seguido por “La noche de los bastones largos”, como denominó a la represión en la UBA un amigo entrañable de Quino, Sergio Morero, Mafalda con su rápido rechazo se convirtió en un emblema antiautoritario: saltó de los cuadros del diario para ser pegado en cuadernos, oficinas, mostradores. Y reproducido por la prensa.

¿Cómo manejar la autonomía de la propia creación? El dilema fue central para Quino. No hay duda de que en muchos momentos él disfrutó esa autonomía. Incluso, la promovió. Podemos verlo divertido, por ejemplo, caminando por Buenos Aires, haciendo de cuenta que iba de la mano de Mafalda, para las fotos trucadas/animadas que ideó, seguramente igual de divertido, el equipo de arte y fotógrafos de la editorial Abril, poco después de que la historieta aterrizara en la revista Siete Días, en la que Mafalda se publicó hasta 1973. Él mismo, en esa época, jugó a darle vida propia a sus personajes. En las páginas de esa revista hizo de los márgenes pura diversión. Colocó allí unas viñetitas sutiles, diletantes, imprevisibles. Los personajes parecían haberse escapado de las líneas fijas, quedaban fuera de la prisión del cuadro. Con juegos constantes, verdaderas delicias en esas viñetitas, Mafalda, Susanita, Manolito desafiaban a Quino: le borraban el título, le sacaban la lengua, desaparecían sin permiso.

Pero la autonomía también fue un problema que seguramente le consumió muchos insomnios a Quino. En los años sesenta había tenido que lidiar con quienes sentían que Mafalda será suya y que podían darle su impronta o increparle sus posturas de modo furibundo, tildándola de “pequeña burguesa” o, por el contrario, de “subversiva”. Las discusiones, entendamos, mostraban la importancia política de la historieta. Para muchos lectores —como expresaron en sus cartas— la tira era el mejor editorial político en su momento, como en los años setenta, en el cual la ironía podía ser una clave sustantiva para entender el proceso político. Y al mismo tiempo, una ayuda para sostenerse en las conmociones constantes que éste deparaba. De hecho, Mafalda estuvo completamente implicada/atravesada en esa coyuntura. Y las apropiaciones de su figura podían volverse atroces, como sucedió cuando las fuerzas represivas blandieron el famoso afiche con el “bastón de abollar ideologías” como revancha y amenaza sangrienta y trataron de convertirlo en macabro instrumento de terror. Lo colocaron sobre el cuerpo de Salvador Barbeito, uno de los seis sacerdotes palotinos asesinados el 4 de julio de 1976, como denunció Gabriel Kimel. Era una forma de apropiarse del humor de aquellos que confrontaban con la represión, desde posiciones muy diferentes, de blandirlo en una broma macabra para matar con impunidad. Quino, consultado al respecto, contó que supo mucho tiempo después de este episodio de odiosa revancha.

Mafalda no solo es la creación más popular de Quino: es única. Sabemos que fue la única tira por él producida y que su estilo se recorta límpido, absolutamente singular, diferente a las extraordinarias hojas de humor que Quino nos regaló durante décadas. Pero Mafalda es única, sobre todo, porque se convirtió en un fenómeno social a escala global. Quien visite la estatua en San Telmo verá una fila constante. Encontrará personas jóvenes y grandes, argentinos y extranjeros, familias, parejas y turistas. Para muchos es parte de una procesión laica porque Mafalda es para ellos un mito, una historia en la que condensan su pertenencia, su identidad. Quieren compartir el momento con sus hijos o sus amigos extranjeros. No faltan por supuesto quien no la conoce y solo juegan a sentarse en el banco y sacarse una foto. Su imagen habita en las calles, plazas, ferias callejeras. Pero su presencia está lejos de quedarse en epifenómeno de una atracción turística local. Mafalda tiene millones de seguidores en Facebook y ha sido traducida a más de veinte idiomas.

El fenómeno social se remonta a los años sesenta. Entonces, podía vérsela pegada en la tarjeta de casamiento, colocada en el vestuario de una fábrica cordobesa en huelga, utilizada en la primera carta que pudo escribirle un preso político uruguayo a su hija y como puente entre quienes llegaban exiliados a un país nuevo y quienes conocían a la Argentina por Mafalda. En los años ochenta, fueron innumerables las niñas apodadas “Mafalda” por su carácter rebelde, o los chicos que crecieron intentando comprender las ironías de una tira para “grandes”, sintiéndose cómplices de esos personajes que se mofaban de sus padres y madres. Y en los noventa, Mafalda podía ayudar a enfrentar las fracturas producidas por el neoliberalismo económico y el individualismo a una clase media cuyas bases materiales y simbólicas estaban haciéndose trizas.

No cualquier tira se transforma en un fenómeno social.

Y esa construcción no se entendería sin pensar en el tipo de humor. Mafalda tensiona la ingenuidad con ironías corrosivas y juegos intelectuales. Contiene un humor que dialogaba con aquellos lectores de los años sesenta, que disfrutaban de que una niña les mostrara las zonas oscuras los sinsentidos de su mundo (aunque quizás no lo habrían tolerado de un adulto) y que les exigía completar el sentido y al hacerlo, constituían su propia identidad en una mirada cómplice e irónica de sí mismo. Quino apostó a ellos y ofreció una creación versátil, abierta, polisémica. Ese humor facilitó nuevas claves de lectura, incluso antagónicas. Fue ese humor el que facilitó que existieran innumerables actores (editores, periodistas, gestores) que pusieron en circulación la historieta, la publicaron, la expusieron, la vendieron (las ediciones piratas son incontables) al igual que los afiches y stickers. Y ello habla de su público. Los millones de lectores de diferentes generaciones, clases sociales y países que la leyeron, pensaron y se rieron. Con cada uno, la historieta cobró nuevos sentidos y nuevos usos.

Como sucede con los clásicos, esa creación trascendió su tiempo. Quino explicó que si Mafalda sigue vigente es porque el mundo sigue teniendo los mismos problemas. Eso es cierto porque la desigualdad, la pobreza, las guerras, asolan aún con más fuerza, a nuestro mundo de hoy, cincuenta años después. Pero esa respuesta esconde un elemento importante para entender esa vigencia y es que al pintar su aldea, su época, Quino nos habló de la condición humana: el bien, el poder, la ley. Y lo hizo con enorme maestría al punto que fue posible hacerla suya para lectores en mundo tan lejanos como su público de culto coreano- y nacidos en diferentes momentos históricos. Hoy es posible encontrar a Mafalda escenificada en las escuelas, leída por niños que aprenden con ella sus derechos, convertida en una muñeca negra en manos de una chica bahiana, pegada en un cartel de protesta contra Trump en Nueva York. Y es con cada uno de ellos, en cada una de esas manos, que Quino estará siempre con nosotros.

* Nota publicada en diario Clarín 

Nota actualizada el 5 de octubre de 2020

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