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Agustín Piaz y las controversias en torno a la energía nuclear en la Argentina

El coordinador de la nueva Licenciatura en Estudios de la Comunicación y docente de la carrera de Comunicación Audiovisual de la UNSAM investiga el tema de la resistencia al uso y desarrollo de la tecnología nuclear en el país. En esta nota, Piaz analiza la protesta social y la discusión pública de los movimientos ambientalistas que cuestionan los avances tecnológicos del Centro Atómico Ezeiza y la planta purificadora de uranio Dioxitek.

Por Gaspar Grieco | Fotos: Pablo Carrera Oser

Por el riesgo asociado a la producción de daños irreversibles para la salud y el medioambiente, la energía nuclear es una de las fuentes energéticas más cuestionadas en el mundo. Las imágenes de los “hongos” nucleares en Hiroshima y Nagasaki, de las malformaciones genéticas producto de la fuga radioactiva en Chernóbil o de una Fukushima abandonada tras la explosión de su central nuclear están presentes en todas las consignas de las manifestaciones antinucleares del mundo. Son imágenes fuertemente arraigadas en el imaginario colectivo que suelen reaparecer de distintas formas: desde Homero Simpson jugando con desechos nucleares en la planta nuclear de Springfield hasta la canción “Otro día para ser”, del grupo argentino de heavy metal Hermética, que en 1986 denunciaba “Más tecnologías, por más energía / fuga radioactiva del progreso”.

En el campo de la industria nuclear, la Argentina es –junto con Brasil– uno de los países más avanzados de América Latina y uno de los 10 países con mayor desarrollo en el mundo. Cuenta con tres plantas de producción de energía nucleoeléctrica –Atucha I, Atucha II y Embalse–, tres centros atómicos que se dedican a la investigación y desarrollo de tecnología nuclear –el Centro Atómico Ezeiza, el Centro Atómico Constituyentes y el Centro Atómico Bariloche– y diversas empresas estatales vinculadas al proceso productivo de la nucleoelectricidad —como la planta productora de dióxido de uranio Dioxitek S. A., la fábrica de combustibles nucleares argentinos CONUAR S. A. o la planta productora de agua pesada de la empresa neuquina de servicios de ingeniería ENSI S. E.—.

Agustín Piaz, coordinador de la nueva Licenciatura en Estudios de la Comunicación y docente de la carrera de Comunicación Audiovisual de la UNSAM, realizó una tesis doctoral novedosa, en la que abordó el tema de la resistencia al uso y desarrollo de la tecnología nuclear en la Argentina. Dirigido por Ana María Vara —secretaria académica de la Escuela de Humanidades— y codirigido por Diego Hurtado —director del Centro de Estudios de la Historia de la Ciencia y la Técnica ‘José Babini’ (EH)—, Piaz analizó la protesta social y la discusión pública de los movimientos ambientalistas que cuestionan los avances tecnológicos del Centro Atómico Ezeiza y la planta purificadora de uranio Dioxitek.

“Estudié los casos de resistencia para poder identificar y caracterizar a los actores que los promueven. Lo que observé es que, si bien no se trata de grupos ambientalistas masivos, sus promotores han sostenido el reclamo desde la vuelta de la democracia en 1983”, cuenta el joven doctor, quien señala que, a diferencia de las protestas contra la megaminería y el agronegocio —cuyos actores principales son las empresas extranjeras—, la industria nuclear es completamente nacional. “La Comisión Nacional de Energía Atómica es argentina y lo que promueve es el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Ese es el camino para industrializar y desarrollar el país”, asegura Piaz.

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Jorge Sabato, uno de los investigadores argentinos más reconocidos en el campo de la ciencia y la tecnología, definía la energía nuclear como una “industria industrializante”, es decir, una industria que, para desarrollarse, requiere de otras especialidades como la ingeniería en materiales, la metalmecánica, la metalurgia o la informática. La energía nuclear entendida como tecnología de propósitos generales fue una apuesta que comenzó durante el primer Gobierno de Perón, con el desarrollo del Plan Nuclear Argentino en 1950.

“No hay que olvidar que la Argentina hace desarrollo nuclear desde hace muchos años. Hemos alcanzado un conocimiento de esa tecnología que nos posiciona en la elite mundial y contamos con científicos y tecnólogos muy capacitados. No obstante, no creo que haya que desconocer los cuestionamientos o críticas al desarrollo nuclear. La realidad es que hay gente que lo discute y conocer sus argumentos es importante”, afirma el doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.

De esta agua no has de beber ¿o sí?

El Centro Atómico Ezeiza (CAE) fue inaugurado en 1967 en el partido bonaerense de Ezeiza. Se trata de un polo industrial que cuenta con diversas instalaciones dedicadas a la investigación y al desarrollo de tecnología nuclear, entre las que se destaca el RA3, un reactor utilizado para la producción de radioisótopos para usos médicos e industriales.

Desde los ochenta, el CAE estuvo en el centro de las discusiones planteadas por los vecinos de los partidos de Esteban Echeverría, Ezeiza y La Matanza, preocupados por el posible impacto ambiental. Uno de los métodos del CAE para deshacerse de los residuos de uranio —material clave para la producción de combustible nuclear— es el descarte en las napas de agua. Por las características del suelo arcilloso, en su momento la CNEA aseguró que el mineral queda retenido sin llegar al agua de consumo. Pero, encabezados por Valentín Stiglitz, pediatra muy reconocido en la zona, los vecinos denunciaron un aumento de los casos de cáncer y enfermedades digestivas, que atribuyeron al  tratamiento de los residuos de uranio del CAE. “Los vecinos denunciaron al CAE y el juez Alberto Santa Marina ordenó hacer estudios del agua. Esto es interesante porque, a raíz de un reclamo de la sociedad, comienza a producirse conocimiento científico”, señala Piaz.

Gracias a los estudios realizados entre marzo y abril de 2004 por la Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN) y el Laboratorio Químico del Instituto de Tecnología Minera (INTEMIN) –perteneciente  en ese momento al Ministerio de Producción de la Nación–, en 46 pozos seleccionados se detectó en el agua la presencia de diferentes concentraciones de uranio. En algunos pozos se llegó a detectar un microgramo de uranio por litro; en otros, 15; en otros, 30; y, en otros, más de 50. A comienzos del nuevo milenio, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomendaba un máximo de 15 microgramos de uranio por litro, la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA) dictaminaba 30 y la legislación argentina establecía que el máximo permitido para el agua de consumo era de 100. Basándose en la reglamentación argentina, el juez a cargo de la causa desestimó la denuncia a fines de 2005 y aseguró, a partir de múltiples estudios realizados, la inexistencia de contaminación radiactiva.

“Otra controversia que los estudios sociales de la ciencia y la tecnología suelen detectar tiene que ver con el establecimiento de los valores de contaminación. ¿Cómo se establecen? ¿Qué entidades intervienen? En su primera edición de 1993, la Guía para la calidad de agua potable de la OMS fijó los valores máximos de uranio en agua en 140 microgramos; en 1998 los bajó a 2; luego, en 2003, los llevó a 9; en 2004 los elevó a 15; y ahora están en 30, desde la quinta edición de 2011”, puntualiza el investigador.

El Caso Dioxitek

En 1976, año en que la Argentina comenzaba a hundirse en la dictadura militar más sangrienta y económicamente devastadora de su historia, el sector nuclear tuvo un impulso sin precedentes. Uno de los grandes avances que experimentó durante ese período fue la decisión de construir una planta productora de dióxido de uranio en el barrio Alta Córdoba de la ciudad de Córdoba, cuya instalación comenzó en 1982. Debido al aumento demográfico registrado en esa misma década, la planta quedó rodeada de viviendas y los vecinos comenzaron a elevar reclamos por la contaminación ambiental que podría llegar a generarse.

Al mismo tiempo, surgieron organizaciones ambientalistas, como la Fundación para la Defensa del Medio Ambiente (FUNAM) —creada por el destacado biólogo Raúl Montenegro—, que visibilizaron los reclamos gracias a la repercusión que tuvieron en los medios. Debido a la presión ejercida por esos grupos, se creó la empresa purificadora de dióxido de uranio Dioxitek S. A. y la Comisión Nacional de Energía Atómica dispuso la relocalización de la planta en la localidad cordobesa de Despeñadero. Pero las nuevas controversias impulsadas por los ambientalistas, que comenzaron a recibir el apoyo de la organización internacional Greenpeace, truncaron el nuevo acuerdo. A comienzos de 2000, y ante el compromiso asumido con la municipalidad para relocalizar la planta, la CNEA propuso trasladar la planta a la provincia de Mendoza, pero, ante una nueva resistencia local e intentos fallidos de relocalización en La Rioja y las localidades cordobesas de Río Tercero y Embalse, se decidió el traslado hacia la provincia de Formosa.

“De acuerdo con los estudios de riesgo ambiental desarrollados en ese momento, San Rafael era el mejor lugar para instalar la planta productora de dióxido de uranio, pero como es una zona que trabaja con el turismo y la producción vitivinícola, los vecinos y las autoridades municipales se opusieron. Entonces, la posición de Formosa fue: ‘Nos traen una planta que no quiere nadie’. En ocasiones, puede que la resistencia no tenga los efectos más funcionales para la disminución del riesgo. El argumento esgrimido por aquellos movimientos ambientalistas fue que no querían una planta purificadora de uranio cerca de sus casas por la posible existencia de la contaminación”, amplia Piaz.

Hay que tener en cuenta que la contaminación nuclear con plutonio permanece en el medioambiente por 240.000 años. Según la OMS, la radiación ionizante (producto de un accidente) puede provocar mutaciones genéticas, afectar el funcionamiento de órganos y tejidos, y producir efectos agudos como enrojecimiento de la piel, caída del cabello, quemaduras por radiación o síndrome de irradiación aguda. El organismo también advierte que sigue existiendo un riesgo de efectos a largo plazo, como el cáncer, que puede tardar años o incluso decenios en aparecer.

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Los manifestantes

Piaz afirma que los manifestantes saben más de lo que cualquiera podría imaginarse: “En el grupo de los resistentes hay biólogos, médicos, peritos hidrogeólogos, profesionales de radioactividad, ingenieros nucleares que elaboran los informes. Asimismo, el saber de la experiencia local también cuenta. Es decir, hay actores expertos de los dos lados, con argumentos políticos, culturales, económicos y técnicos”.

No obstante, el investigador señala que, si bien se trata de grupos pequeños, las manifestaciones en contra de la energía nuclear en la Argentina se enmarcan en un ciclo de protesta ambiental que está vigente en toda América Latina: “Cuando ocurre un accidente, hay una oportunidad política para instalar la discusión, y sabemos que estas discusiones adquieren bastante visibilidad. Son protestas en contra de la minería, del glifosato, etcétera, que hoy pueden verse en varios países de la región. Latinoamérica está cuidando sus recursos y protestando en defensa del ambiente. Es en ese contexto que las protestas antinucleares se multiplican”.

En ese sentido, y en un contexto actual de desfinanciamiento de la ciencia y la tecnología, Piaz es claro: “Es importante que la CNEA y la investigación nuclear en la Argentina se mantengan activas. Hay que capitalizar la inversión hecha hasta ahora y valorar a nuestros científicos y tecnólogos, que son de primer nivel”.

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Nota actualizada el 11 de octubre de 2017

Un comentario

  1. Olga Bertarini dice:

    Muy bueno, Agustín.
    Un país desarrollado requiere de la ciencia y la tecnología, y como muy bien mencionas, la Argentina tiene para ello científicos y tecnólogos de excelencia.

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